Revista Electrónica de Investigación Educativa

Vol. 20, Núm. 2, 2018

Recordando a Freire en época de cambios: concientización y educación

Marc Pallarès-Piquer (*) pallarem@edu.uji.es

(*) Universidad Jaume de Castellón

(Recibido: 13 de noviembre de 2016; Aceptado para su publicación: 12 de diciembre de 2016)

Cómo citar: Pallarès, M. (2018). Recordando a Freire en época de cambios: concientización y educación. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 20(2), 126-136. https://doi.org/10.24320/redie.2018.20.2.1700

Resumen

El objetivo del artículo es analizar la contradicción de las investigaciones que, al reclamar cambios en educación, determinan un supuesto realismo de la práctica como origen de un cambio al que, paradójicamente, los propios objetos de la escuela terminan acreditando; las demandas de cambio se convierten, en consecuencia, en meras reproducciones de variaciones de lo que ya existía. La metodología utilizada es la revisión hermenéutica de Paulo Freire; proponemos integrar en el binomio teoría-práctica su concepto de concientización, es decir, el proceso mediante el cual las personas somos animadas a explorar nuestra realidad y conciencia. El resultado es que la concientización resulta ser un proceso de acción cultural mediante el cual podemos recuperar la realidad de nuestra situación sociocultural, a través del cual avanzamos más allá de las limitaciones de los cambios educativos y que nos permite también afirmarnos como sujetos conscientes y co-creadores de nuestro futuro.

Palabras clave: Cambio educativo, pedagogía, concientización, práctica educativa.

I. Introducción

Resulta contradictorio que en un momento como el actual, en el que Romero-Cuevas (2016, p. 16) asegura que “un factor que configura nuestro contexto es la ausencia de todo tipo de horizonte utópico emancipatorio en las sociedades occidentales actuales”, dispongamos de tantos estudios sobre la práctica docente que sugieren que dispone de aptitudes revolucionarias para mejorar la escuela (Popkewitz, Wu y Silva, 2015). Parece poco coherente que estas investigaciones, que reclaman cambios en la educación, se basen en asunciones teóricas que mantienen el paradigma de una razón que guía los fines de la acción; porque entonces, todo aquello que se engloba dentro de la práctica educativa acaba determinando planos representados como formas estables y escenificables, que, de manera poco rigurosa, se terminan (pre)fijando de manera categórica.

Esta dinámica adquiere forma en aquello que algún estudio acaba certificando como “lo real”, representado por descripciones sobre prácticas acaecidas dentro de las aulas. De esta manera, la contradicción resultante es que “el realismo de la práctica como origen del cambio paradójicamente acredita los propios objetos de la escuela. La preocupación por el cambio se convierte en producir variaciones de lo que ya existe” (Popkewitz et al., 2015, p. 31). Concretar y fomentar prácticas que se puedan extrapolar de un lugar a otro se convierte, por consiguiente, en un conjunto de determinaciones referidas a lo que hay que hacer, para que el objetivo sea que puedan ser aplicadas “a todo enclave, cualquiera que sean las variaciones curriculares o los estilos de enseñanza” (Ball, Sleep, Boerst y Bass, 2009, p. 461). Todo esto guía a la Pedagogía hacia unos inquietantes parámetros de certidumbre que predeterminan las metodologías del profesorado y justifican el aprendizaje del alumnado, centrando, de manera inadecuada, las vías de mejora de la práctica educativa sólo en una serie de reclamos sobre la eficacia de los procesos educativos que se desarrollan.

Se enfoca la educación, por lo tanto, de manera fija, absoluta, ahistórica y universal, y no se lleva a cabo una distinción entre las posibilidades que tiene la educación para proyectar intenciones, procesos y resultados. Si esta actuación es poco apropiada es porque no puede entenderse la educación si no es aceptando que es un sistema (antropológico, social, etc.) en el que se ofrece, de manera activa, un conjunto de manifestaciones en las que deben incorporarse las concepciones nucleares de todas las representaciones de la realidad.

Esto nos lleva a proponer la figura de Freire, en concreto, su caracterización del concepto de concientización. Más allá de su conocida Pedagogía del Oprimido (1985) y de sus aportaciones sobre los métodos de alfabetización, Freire profundizó en el concepto de concientización, que caracterizó como  un:

Proceso mediante el que las personas son estimuladas y animadas a explorar su realidad y su conciencia, de forma que la comprensión de la realidad y de su propia conciencia es cada vez más profunda, y comienza a comprometerse como praxis. (Kirkwood y Kirkwood, 2011, p. 172).

Este artículo busca clarificar una actividad en funcionamiento, la demanda de cambios en educación, una actividad desarrollada en el espacio social de unos procesos que, a pesar de su fragmentación (corrientes pedagógicas diversas, sistemas educativos diferentes, etc.) son generales. Para ello se recurre a Freire, quien afirmó: “A mi parecer, dentro de la práctica, está escondida la teoría. El punto clave, para mí, es cómo descubrir la práctica, en sus mejores momentos, para tomar con las manos la teoría desconocida” (Morrow y Torres, 2003, p. 87). Dicho en otras palabras: la idea que Freire tiene de la concientización como lección humana se fundamenta en la tensión entre dos maneras de diferenciación: la producida por los conocimientos que nos aportan “los de fuera” (manuales de pedagogía, intelectuales, etc.) y la experiencia latente de “los de dentro” (los participantes en las prácticas educativas).

La descripción de la pedagogía se corresponde con una serie de reproducciones y su posibilidad de aspirar a ser un eje de evaluación de las prácticas educativas se despliega y se muestra en su necesidad, esto es, en la posibilidad de formular descripciones con aspiraciones a representar la realidad.

II. La presunta certeza de las prácticas educativas

La seguridad y la certeza1 de muchas de las investigaciones centradas en las prácticas del profesorado se inscriben en los principios considerados como hegemónicos de las pautas de transformación social (Matsumura y Wang, 2014). Hablamos de investigaciones para las que estos principios justifican que tanto la acción educativa propiamente dicha como el profesorado deben actuar con base en su inserción en un sistema. Interpretan que la estructuración del funcionamiento de la acción educativa hay que considerarla siempre en sintonía con los resultados de la actuación del sistema, lo que porta al sistema a “reflexionar qué es lo que conjunta a las cosas de la escuela en lo que a los resultados se refiere” (Toom, Husu y Patrikainen, 2014). También ponen énfasis en la necesidad de consensuar las partes funcionales del sistema para, de esta manera, conceptualizar teóricamente unas metodologías que faciliten la intervención social en diversos segmentos del sistema y tener la posibilidad de aumentar la eficiencia.

El objetivo primordial de estas investigaciones, por lo tanto, se centra en determinar los elementos del sistema que funcionan bien (las prácticas educativas exitosas) y en señalar aquellos que se alejan de los paradigmas pedagógicos deseados (Boggess, 2010).

El problema de estos estudios es que sólo analizan la estructura del campo (educativo) en cuanto tal; en realidad, los extremos (prácticas educativas que funcionan y prácticas educativas que fracasan) y su relación mutua sólo son momentos de lo que el acto educativo es.

Concebidas así, podemos encontrarnos con el inconveniente de que, en las prácticas educativas, sólo la intencionalidad devenga estructura sustentadora del acto educativo cuando, en realidad, hay que “reivindicar un conocimiento teórico fuerte de la pedagogía (…) cuyo valor no tiene que medirse únicamente por sus posibles aplicaciones para la práctica” (Gil-Cantero, 2011, p. 23). La práctica educativa es una práctica social, ubicada en un contexto determinado y condicionada por diversas dimensiones: el saber hacer, la interpretación, la situación y la acción. Es aquí donde hay que situar la relevancia del binomio teoría-práctica, en saber para poder hacer. Se suele pensar que la práctica es una aplicación de la teoría cuando, en realidad, conviene tener presente que, en educación, la práctica es el objeto de la teoría (Martín-Sánchez, 2014).

2.1 El encaje del binomio “teoría-práctica” en educación

La dificultad fundamental del ajuste de la teoría y la práctica en el ámbito educativo radica en la ejecución que los profesionales de la enseñanza2 deben llevar a cabo como manifestación operativa de concepciones pedagógicas preestablecidas; la complejidad de la tarea docente estriba en su expresión (real) del encaje técnico y subjetivo de las situaciones que se dan dentro del aula, es lo que Ball y Forzani (2007, p. 530) explicitaron como “la dificultad de insertar la dinámica instructiva en la educación”. Aunque existan momentos en los que la acción educativa se desarrolle desde la voz en alto de un docente que plantea unos conocimientos a partir de una teoría que tiene interiorizada, para que el alumnado reciba e integre estos conocimientos se hace necesario incorporar la práctica, entendiéndola como el conjunto de estrategias didácticas que determinan el valor de cualquier precepto teórico. La práctica educativa se conforma a partir de saberes estratégicos, conocimientos sobre estos saberes y motivaciones compartidas (Clemente, 2007).

La combinación y el equilibrio entre la teoría y la práctica se debe proclamar en el horizonte del saber con el que el alumnado tiene que entender la vida, comprender el mundo e interrogarse a sí mismo. Los cambios científicos acelerados que se han producido en las últimas décadas han aportado una nueva complejidad al debate de la combinación teoría-práctica: el carácter provisional del conocimiento que se transmite al alumnado (Bain, 2006). Paradigmas como el crítico y el ecohumanista han propiciado el acercamiento entre las ciencias experimentales y las sociales (Tribó, 2008). Este hecho ha permitido que la tradicional confrontación entre la supuesta objetividad de las ciencias experimentales y la subjetividad de las ciencias sociales haya quedado arrinconada por la incesante conciencia de la provisionalidad del conocimiento científico, y también por la idea de la ciencia como ente social en constante construcción (Tribó, 2008). Es por ello que, para enseñar (siempre de manera provisional y en continua construcción) se requieren métodos de enseñanza abiertos y que cimienten sus bases en la concepción de que todo conocimiento es perfectible (Smythe, MacCulloch y Charmley, 2009).

Esto influye tanto en la teoría como en la práctica que el alumnado espera de aquella teoría. Este hecho nos posiciona delante de una cuestión realmente significativa: tal y como exige Meirieu (2005), la Pedagogía y las prácticas educativas deberían confluir en una acción docente basada en tres pasos: la capacidad del profesorado para formular proyectos, la identificación de los posibles obstáculos y la búsqueda de los recursos que ayuden a minimizar las dificultades del aprendizaje detectadas. Al fin y al cabo “el conocimiento pedagógico se nutre de componentes que provienen de campos prácticos y también de campos teóricos. La dificultad está en saber cuándo estas aportaciones son pertinentes para la educación y permiten configurar un conocimiento valioso al profesor” (Clemente, 2007, p.35).

Esta es la esencia de la dinámica del aprendizaje (González y Wagenaar, 2002), esto es, el equilibrio ideal entre la teoría y la práctica, puesto que “entender la Teoría de la Educación como teoría práctica ha tenido y sigue teniendo gran vigencia; la cuestión es saber si éste es el único modo de hacer pedagogía” (Rodríguez-Martínez, 2006, p. 44).

A la educación, en el contexto del siglo XXI, le resulta necesario contar con teorías educativas abiertas, transversales y concisas que ayuden a la Pedagogía a canalizar aquellos aspectos humanamente aprovechables para la formación y los aprendizajes del alumnado (Pallarès-Piquer, 2014a). La función esencial de la tarea pedagógica que se desarrolla en el día a día de la escuela es descifrar, entender y reestructurar instancias interpretativas de carácter educativo.

La Pedagogía debe ser capaz de explicar que entre el conocimiento que se obtiene de los diferentes saberes y su racionalidad práctica hay un espacio concreto de validación pedagógica, y que, aunque esta validación es teórica (Gil-Cantero, 2011), la pedagogía debe erigirse en el eje de la transmisión del saber tanto por la solidez teórica de sus ideas como por plasmar las mismas (por la práctica). Es por ello que “si se teoriza sobre la educación es para servir a la práctica. […] No se concibe una teoría educativa que no pueda incidir positivamente sobre la práctica” (Colom, 1997, p. 148). Las prácticas educativas se deben entender como un acontecimiento en tanto su desarrollo es fundamentado por configuraciones intencionales describibles. No hablamos, por lo tanto, de utopías propositivas sino de redefinir el objetivo de la Pedagogía (Pallarès-Piquer y Planella, 2016): la disciplina pedagógica no debería centrarse tanto en tratar de implementar proyectos o programas sino en mantener abiertos espacios y tiempos donde otros significados puedan ser propuestos y articulados (Laudo-Castillo, 2011; Masschelein, 1998). Así, la pedagogía puede promover cualquier proyecto educativo, pero teniendo presente que:

Ya no procurará ofrecer garantías filosóficas de los tipos de teorización y de investigación que defiende, reconociendo sin lugar a dudas que no hay ningún punto de vista ahistórico desde el que patrocinar los valores emancipadores que trata de promover. Al conceder que no hay nada exterior a la experiencia, ni «esencia» de la naturaleza humana ni «destino» hacia el que inevitablemente se dirija la historia, también se concede que el único modo de justificarse consiste en apelar a su fe en la disposición de los profesionales corrientes de la educación a reconstruir su práctica de manera que exprese los valores e ideales educativos emancipadores (Carr, 1995, p. 164).

Sin embargo, esto no impide que las metodologías o los discursos pedagógicos puedan ser el marco de referencia a partir del cual se determinen algunas concreciones educativas (Moreu, 2000), ya que, como apunta  Laudo-Castillo (2011):

Estos discursos son los que construyen la realidad pedagógica en tanto que entidad significativa. Tal que así (…) se construye la idea y la imagen que los individuos (...) tienen de la realidad pedagógica, y en virtud de la cual actúan. Una imagen que (…) asume, como decían Carr, Rorty, Gadamer, etc., la naturalidad de la falta de un fundamento teórico para la práctica. La pérdida del potencial prescriptivo y crítico del fundamento se concibe como una limitación que quiere tornarse en ventaja (Laudo-Castillo, 2011, p. 61).

Dicho en otras palabras: “En vez de convertir la situación en otra forma de universalismo o validez general, [lo que deben hacer es] tomar esa carencia como punto de partida” (Van Goor, Heyting y Vreeke, 2004, p. 186).

Se trata, como afirma Ibáñez-Martín (2007), de entender la teoría como una convicción pedagógica, es decir, como una creencia fundamentada que presente los contenidos educativos y las preguntas en relación a aquello que, posteriormente, tendrá que ser proyectado en la práctica. Esto hace posible que, cuando los saberes se puedan ubicar más allá de los marcos teóricos puramente axiomáticos (o cuando conecten con aquello que el alumnado ya conoce), estos saberes puedan situarse en el mismo nivel que la realidad del alumnado. Desde aquí, la tarea de la práctica es la de ir elaborando una relación dialógica a partir de una búsqueda mutua entre alumnado, teoría y profesorado (Shor, 1992).

Se concrete como se concrete, esta relación dialógica debe integrar la teoría y la práctica con la facultad que se le presupone a todo hecho educativo: entender y transformar el mundo. A su vez, esta facultad quedará condicionada por la manera en que los saberes sean organizados e interpretados; y se deberá hacer en función de todas sus particularidades, puesto que los saberes no son ni más ni menos que contenidos que pueden (y deben) poner de manifiesto una serie de reflexiones sobre los presupuestos de las acciones y las inquietudes humanas orientadas al entendimiento.

III. Recuperando a Freire: los cambios a partir de la concientización

Si proponemos recuperar la figura de Freire para el debate acerca de los cambios en educación y sobre la cuestión del equilibrio entre el binomio teoría-práctica es porque su pedagogía crítica es una combinación entre las intenciones empíricas de la naturaleza del aprendizaje y las pretensiones normativas de los valores que hay que cumplir a través de esta pedagogía.

La paradoja que se apuntaba en la introducción de este artículo –que la teoría sobre el cambio se sustancie en la conservación del esquema de la razón que determina los objetos de la reflexión y la acción, lo que implica que el realismo de la práctica como origen del cambio termine certificando, de manera contradictoria, los propios objetos de la escuela– Freire la solucionó a partir de una pedagogía del desarrollo que facilita un marco plausible para enlazar el es y el debería ser del hecho educativo a partir de implicaciones transcultrurales y transhistóricas (Morrow y Torres, 2003). Lo llevó a cabo partiendo del supuesto de que “el investigador crítico quiere saber la verdad de la realidad y no adaptar la realidad a su propia verdad”, (Freire, 1978, p. 70).

Tal y como se ha mencionado, existe una contradicción latente en el hecho de entender que la práctica es una teoría del cambio que sirve para “actualizar los principios deseados sobre quién debe ser el profesor porque, al mismo tiempo, esta práctica se encuentra sometida a las normas y los valores dados a la abstracción del modelo del sistema” (Popkewitz et al., 2015, p. 30). Ball et al.(2009) nos recuerdan que las prácticas son mecanismos analíticos para detectar las gradaciones de lo que ya existe como materias del sistema educativo, por eso las prácticas que realmente pueden ensanchar el rendimiento del sistema se producen cuando, por ejemplo, el profesor pregunta a su alumnado, cuando es capaz de estimular su capacidad creativa o cuando, tras la práctica educativa, el docente es capaz de usar elementos para identificar fortalezas y debilidades organizativas, que le servirán para tomar decisiones futuras bien informadas.

El fundamento de la descripción que desarrolla Freire de la relación entre formación educativa, relación pedagógica y sujetos sociales es una tipología de formas de conciencia (Pippin, 1997). La finalidad esencial de la determinación de los cambios en educación en Freire depende del análisis de las formas emergentes de conciencia, siempre a partir de la posibilidad de facilitar la realización de la conciencia crítica.

El análisis de Freire empieza con una caracterización de la conciencia “semitransitiva” (asociada, en su caso, con el analfabetismo, y que, en los contextos actuales, podemos focalizar en aspectos tales como las necesidades educativas especiales que hay en cualquier aula de una escuela del siglo XXI). Teniendo presente su inmersión en la vida cotidiana, Freire cree inviable hacer objetiva la realidad “para entenderla de una manera crítica” (Freire, 1985, p. 36). En cambio:

La falta de una perspectiva estructural hace que la gente atribuya fuentes de estos hechos y situaciones de sus vidas o bien a alguna suprarealidad o bien a algo dentro de ellos mismos; en cualquier caso, a algo que se encuentra dentro de la realidad objetiva. (Freire, 1985, p. 36).

Esta conciencia semitransitiva ha sido habitual en corrientes pedagógicas que defienden el rol pasivo del alumnado en el proceso educativo –el papel de mero receptor de información– (Loughhram, 2013). Sin embargo, el punto de vista de Freire en materia metodológica puede resumirse en consonancia con las orientaciones siguientes:

1) Una concepción de las ciencias humanas basadas en la “conciencia personal” dentro de la dialéctica agencia-estructura; 2) la atención en métodos participativos dentro de una concepción pluralista de la metodología con relación a la práctica; 3) una visión de la interacción entre hechos y valores que respete la autonomía de todo acto educativo. (Morrow y Torres, 2003, p. 100).

Recordar a Freire nos permite aceptar la fuerza pedagógica de la distinción del “hecho-valor” de los cambios en educación. “Hume ya demostró que las declaraciones normativas (en cualquier ámbito social) no pueden extraerse de las declaraciones descriptivas”, (White, 1995). De aquí proviene la paradoja apuntada en el artículo, puesto que, en la mayoría de las peticiones en forma de reclamos de cambios educativos se confunden las decisiones sobre la elección de las normas, esto es, sobre problemas socioeducacionales, con los inconvenientes intrínsecos de la propia acción educativa.

El conocimiento práctico, en cambio, requiere de reglas de acción comunicativa, y estos supuestos, como Habermas explicó (White, 1995), no pueden fundamentarse de una manera científicamente vinculante. Siguiendo a Freire, el objetivo nuclear de todo cambio educativo debe ir acompañado de un conjunto de teorías críticas de la sociedad, en general, y de la acción educativa, en particular. Sin embargo, no nos referimos a teorías (pedagógicas) cuyo único objetivo sea desplazar las decisiones éticas situadas sobre la práctica escolar anterior (a la que se pretende y se ansía sustituir o modernizar). Hablamos también de no reducir la práctica educativa a la práctica docente. La primera hay que relacionarla con la mediación de personas y conocimientos –el saber hacer, que es la acción intencional del hecho educativo–; la práctica docente, en cambio, conlleva mecanismos de enseñanza determinados, vinculados con lo que acontece en cualquier institución educativa.

En este punto podemos justificar que recordar la figura y el legado de Freire nos sirve para determinar que el reduccionismo de la práctica educativa a una serie de actividades planteadas para conseguir la transmisión de conocimientos dentro de unas determinadas particularidades pedagógicas produce una serie de disfunciones3 (Martín-Sánchez, 2014). Aquello en lo que deben centrarse los cambios educativos es en la importancia de la interrelación entre los hechos y los valores en la práctica social; sólo así los cambios podrán ser herramientas pedagógico-sociales que “identifiquen y después diseñen intervenciones para reestructurar los elementos del sistema que perturben su equilibrio. […] El proceso de cambio debe alejarse de la práctica, teóricamente al menos (y paradójicamente), y consiste en maximizar la eficacia ya existente del sistema” (Popkewitz et al., 2015, p. 29).

3.1 La concientización y su vocación ontológica como elemento para el cambio

Debería ser una condición ontológica imprescindible que la Pedagogía desarrolle pautas y fomente debates sobre la concientización de las prácticas educativas que dice analizar (Pallarès-Piquer, 2014b), y también que se marque el objetivo de desarrollar procesos de rendición de cuentas internos.

La misión de Freire de aplicar soluciones libertadoras a través de la interacción y la transformación social le hizo llegar al proceso de concientización, que nos permite alcanzar un grado más elevado de conciencia tanto de la realidad sociocultural que determina nuestras vidas como de la capacidad que tiene esta conciencia para transformar la realidad (Gerhardt, 1999). De esta manera, la concientización es un proceso de acción cultural mediante el cual despertamos a la realidad de nuestra situación sociocultural, avanzamos más allá de las limitaciones y nos afirmamos como sujetos conscientes y co-creadores de nuestro futuro histórico (Freire, 1974; Villalobos, 2000). Para Freire, la concientización resultó inseparable de la liberación, que se da en la historia mediante una praxis transformadora. Como señala Chesney (2008, p. 54): “El proceso de concientización se caracteriza por el diálogo franco; la liberación que produce la concientización exige una desmitificación total”. En palabras de Freire (1973, p. 13): “El trabajo humanizante no podrá ser otro que el trabajo de la desmitificación. Por esto mismo, la concientización es la mirada más crítica posible de la realidad”.

Enmarcada en este contexto epistemológico –en el que la educación se explica como una teoría del conocimiento canalizada en la práctica– es cuando la concientización puede percibirse como un plano que fomenta la creatividad (Villalobos, 2000); por eso lo hemos presentado desde estas páginas como un proceso que ayuda a la Pedagogía en su tarea de:

Permitir que la formación del profesor y sus anhelos por fomentar cambios educativos se ocupen de la brecha entre las prácticas que defendemos en dicha formación y aquellas que es previsible que sean presentadas como las soluciones estrella para las prácticas educativas del futuro. (Grossman y McDonald, 2008, p. 192).

De la misma manera que Freire señaló que el proceso de concientización debe suceder simultáneamente con el de alfabetización o post-alfabetización, las teorías y los reclamos recientes de cambios educativos deben servir para evitar que la Pedagogía centre su objetivo en maximizar la (presunta) eficacia ya existente en el sistema.

Sincronizar los cambios en educación con los análisis de una administración del sistema que sólo se interese por su propio funcionamiento y por la eficacia es un tránsito que convierte en superflua una parte de la labor de la escuela que, no debemos olvidarlo, tiene como objetivo nuclear hacer avanzar a su alumnado en multitud de direcciones.

El proceso de concientización de Freire permite, en primer lugar, percibir que el criterio de las raíces de la eficacia es un remedio frustrante para la articulación evidente de los mundos que hay que enseñar al alumnado y, en segundo término, hace posible que evitemos que “el ordenamiento y la clasificación de la estructura y el funcionamiento de la enseñanza estén relacionados con los resultados de la actuación del sistema”, (Popkewitz et al., 2015, p. 28).

Cualquier propuesta de cambio referida a la educación debe tener presente que la consecución de su fin no es indefectible. En educación, sugerir e implementar cambios implica al campo ético, al antropológico, al psicológico, al social y al político, y pone en alerta la responsabilidad personal frente a la humanidad. La finalidad de entender y prescribir los cambios en educación teniendo en cuenta el proceso de concientización reclama la máxima utilización (pero, diríamos, “al mínimo coste”) de aquellas energías de la Pedagogía transformadas y conmutadas. El cambio mismo debe circunscribirse a un proyecto humano, y tiene que insertarse en él; en cierta manera, si esto es así es porque “la concientización es un enfoque educativo que plantea problemas y afronta conflictos, que afirma la iniciativa de los seres humanos en la búsqueda de alternativas humanizadoras y que confronta las condiciones (…) características de las situaciones límite”, (Villalobos, 2000, p. 23).

IV. Conclusiones

La justificación de un artículo como este se basa en que la disciplina pedagógica se encuentra en plena fase de reestructuración, sobre todo a causa de las aportaciones que analizan los procesos de enseñanza y aprendizaje que describen los ámbitos de formación social de cualquier comunidad. Hace ya tiempo que algunos especialistas en el ámbito anuncian un distanciamiento entre la Pedagogía y los problemas reales que se experimentan dentro de las aulas. Este hecho se debe a que, en las últimas décadas, la Pedagogía y sus principales investigaciones se han sustanciado en tres vertientes tan distanciadas como interrelacionadas: la vertiente ontológica, centrada en la explicación de las condiciones factuales de la educabilidad; la metodológica, dedicada a la propuesta de cánones normativos para el análisis objetivo de lo que sucede dentro de las escuelas; y la crítica, basada en la defensa a ultranza de la necesidad de categorizar críticas reflexivas de los parámetros subyacentes en todo acto educativo.

Cuando quienes reclaman cambios en educación hacen énfasis en la especificidad de situaciones (educacionales) concretas, según parámetros de espacio y tiempo, y en la circularidad del acto de analizar, a menudo ignoran el avance acumulativo de la educación y terminan promoviendo (aunque lo hagan con fines bienintencionados) “una serie limitada pero afín de límites de la práctica como estrategia de cambio” (Popkewitz et al., 2015, p. 31).

Analizar y demandar cambios en educación es un acto que puede ser casi considerado como audacia; necesita romper axiomas sobre resultados (pre)definidos y requiere la aceptación de la práctica como una determinación de maneras de pensar y actuar sobre el mundo y el propio yo, por eso la concreción de la práctica educativa es un conocimiento que, a través de los supuestos de los sistemas, se debe afrontar como algo global (Loughhram, 2013).

Las abstracciones sobre todo lo que atañe al hecho educativo sirven como conocimiento general y universalizado de las costumbres interiorizadas en el seno del profesorado (Popkewitz et al., 2015). Todo conocimiento habilitado para ser una herramienta pedagógico-social es un sustrato teórico insertado en un contexto condicionado por las circunstancias de cada época; por eso hemos recurrido al concepto de concientización de Freire. A través de él, procuramos alejarnos de aquel supuesto realismo de las prácticas que, paradójicamente, termina por avalar a los objetos de la escuela (Popkewitz et al., 2015).

A partir de la concientización, es decir, de la profundización en la conciencia producida con base en la “relación que establece parámetros del acto cognitivo4 en los cuales el objeto conocedor, con la mediación de los sujetos conocibles, se libran a sí mismos a la revelación crítica” (Freire, 1990, p. 167); los análisis de la realidad permiten a la Pedagogía identificarse con una forma de conciencia crítica que se redescubre mediante la praxis:

La concientización (...) es el proceso por el cual (...) el sujeto encuentra la capacidad para detectar. En términos críticos, la unidad dialéctica entre uno mismo y su entorno. Por eso reafirmamos que no hay concientización fuera de la praxis, fuera de la unidad entre teoría y práctica y entre reflexión y acción. (Freire, 1990, p. 160).

De esta manera, al sincronizarlos con la concientización, la Pedagogía y los cambios demandados en educación quedan habilitados para ofrecer el concepto de educabilidad del ser humano como eje que puede dar sentido a los procesos educativos; y lo hacen a partir del intento por comprender la función de la conciencia y el conocimiento en los procesos de transformación, tanto en términos sociales como personales.

Seguramente, lo que se propone aquí no resulta suficiente, pero es un punto de inflexión que permite entender el motivo por el cual “muchos maestros no se preguntan cómo y por qué falla la educación, sino que se ocupan en solucionar un problema educativo concreto y en paliar cifras de fracaso escolar” (Martín-Sánchez, 2014, p. 85).

La concientización ni es sólo el resultado de unas interacciones racionales ni es la consecuencia de unas prácticas educativas que han fracasado (o de otras que han triunfado) sino, más bien, es una dosificación variada que se racionaliza en análisis, consensos y compromisos que, puestos al servicio de la Pedagogía, reflejan relaciones de hechos educativos que permiten desarrollar expectativas y normas culturales compartidas entre los miembros de la comunidad escolar; hablar de hacer cambios para mejorar la educación es ya un punto de partida necesario.

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1 Como afirmó Freire: “La posmodernidad significa no estar demasiado ciertos de nuestras certezas, sin que ello suponga descomprometerse. Renunciar a estar demasiado cierto de las certezas no significa negarlas, sino estar abierto a su superación y respetar las certezas de los otros” (Novo, 1998).

2 En este sentido, resultan de interés las aportaciones de Kemmis (2009, p. 3) acerca de lo que denomina “arquitecturas de la práctica”, “ecología de las prácticas” y “metaprácticas”, para hacer referencia al aprendizaje de las experiencias prácticas entre la gama de agentes y profesionales dedicados a la educación, así como para hacer mención a las relaciones entre todos ellos.

3 Hablamos de disfunciones porque se alejan de las pautas que Heagraves y Fullan (2014) apuntan debería seguir toda propuesta de mejora escolar: desarrollar normas culturales compartidas, usar datos para localizar fortalezas y debilidades organizativas, invertir esfuerzos en el desarrollo personal del alumnado, analizar bien las presiones de reforma que provienen de las administraciones públicas, aplicar mecanismos de rendición de cuentas apropiados y generar climas escolares de receptividad.

4 Hay que tener en cuenta que los procesos desarrollados a través de la concientización no son meramente cognitivos (formas de percepción estructural), pues también tienen un componente ético. Se trata, como explican Sullivan (1990) y Alvarado (2007), de una conciencia dual que intenta adaptarse a aquellas funciones que se le han concedido.