Revista Electrónica de Investigación Educativa

Vol. 24, 2022/e10

Desafíos del currículo en tiempo de pandemia: innovación disruptiva y tecnologías para la inclusión y justicia social

Frida Díaz Barriga Arceo (*) https://orcid.org/0000-0001-8720-1857

María Concepción Barrón Tirado (*) http://orcid.org/0000-0003-4214-9228

(*) Universidad Nacional Autónoma de México

(Recibido: 17 de agosto de 2020; Aceptado para su publicación: 18 de marzo de 2021)

Cómo citar: : Díaz Barriga, F. y Barrón, M. C. (2022). Desafíos del currículo en tiempo de pandemia: innovación disruptiva y tecnologías para la inclusión y justicia social. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 24, e10 1-12. https://doi.org/10.24320/redie.2022.24.e10.4500

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Resumen

En el presente artículo se analiza el papel y los retos que enfrenta la concepción y práctica del currículo escolar en el contexto de la pandemia generada por el COVID-19. Se recuperan algunas vivencias de los actores del currículo y se argumenta la necesidad de promover la innovación disruptiva en la educación y en el currículo, sobre todo en el caso de México y la región latinoamericana. Con base en la literatura especializada y reportes de organismos internacionales se abre un debate en torno al empleo de las TIC, de la educación en línea y del uso de otros recursos mediáticos y comunicativos en su cualidad de artefactos culturales, que pueden o no cobrar sentido en función de un contexto y prácticas socioculturales específicas. Se plantea la falta de justicia social e inclusión educativa, así como la emergencia de nuevas subjetividades y alternativas curriculares.

Palabras clave: currículo, educación a distancia, tecnología educacional, pandemia, justicia social

I. Introducción

El 2020, arribo a un nuevo decenio marcado por un hito histórico, aunque poco asimilado aún en cuanto se avizora una nueva condición de vida para la humanidad entera. Quienes nos dedicamos al campo de la salud o al de la educación no sólo vivimos con incertidumbre la ruptura de la cotidianidad, sino que se nos ha responsabilizado de contender con la amenaza a la salud poblacional o con dar continuidad a los procesos educativos escolarizados. No obstante, las condiciones en que tratamos de afrontar la situación emergente y de excepción han magnificado lo que ya sabíamos: la imposibilidad de amplios sectores de la población para acceder a la salud y la educación en condiciones de equidad y con la debida calidad.

De acuerdo con las cifras oficiales que comparte el sitio de la Unesco, para el 12 de julio de 2020 se reportaban a nivel mundial 1 066 817 855 de estudiantes afectados, lo que representa el 60.9% de estudiantes matriculados, y 107 países mantenían cerrados los centros escolares y universidades. Para el 2 de febrero de 2021, con el regreso a clases presenciales en varias naciones, los datos indicaban 221 964 329 estudiantes afectados (12.7%). En América Latina y el Caribe el estimado es de 95% de estudiantes en distintos modelos de educación en casa.

En el caso de México, la Unesco (2020) reportó 37 589 611 estudiantes afectados por el cierre de escuelas a nivel nacional y la expectativa era que tal cierre continuara en la mayor parte de las entidades, por lo menos hasta mediados de 2021. Por otro lado, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) calculó que 1.4 millones de estudiantes no regresaría al ciclo escolar 2020-2021 debido a un incremento en las brechas de pobreza y un retroceso educativo (Valenzuela, 2020).

En cuanto a la exigencia de cumplir con el currículo escolar vigente a través de su traslado a la virtualidad, no pasó mucho tiempo de que se decretara el modelo “Aprende en casa” primera etapa, cuando el profesorado de distintos niveles educativos comenzó a denunciar la carencia de formación y condiciones para acometer tal demanda. Se manifestó preocupación por aquellos colectivos de estudiantes que no tenían acceso a las tecnologías digitales y que tampoco se encontraban preparados para la exigencia del autoestudio o para dotar de sentido académico a tecnologías que están habituados a emplear para la comunicación y el entretenimiento en escenarios no formales. Posteriormente se presentó una segunda etapa de dicho modelo, “Aprende en casa 2”, para el ciclo 2020-2021, que se proclamaba más robusto e inclusivo porque integraba la televisión privada con la radio y televisión educativas para ampliar la cobertura estudiantil al 94%. Para el otro 6% se propuso un esquema de radio en 22 lenguas indígenas, con libros de texto y guías impresas o digitales. Los resultados de ambas etapas han sido controvertidos, al igual que las estrategias adoptadas en la educación superior. El currículo es sometido a escrutinio, puesto en jaque como estructura formal y como práctica social, dada la imposibilidad de dar una respuesta en condiciones de equidad ante la crisis educativa en la pandemia por COVID-19.

En este artículo pretendemos discutir el papel y retos que enfrenta la concepción y práctica del currículo escolar en el contexto de la pandemia que vivimos, bajo la premisa de que es necesario partir de recuperar las condiciones y vivencias de los actores del currículo, así como promover procesos de innovación disruptiva en la educación. En el mismo tenor, discutimos el empleo de las TIC, la educación en línea y otros recursos mediáticos y comunicativos en su cualidad de artefactos culturales. De particular interés en esta discusión resulta la necesidad de un enfoque centrado en la justicia social y la educación inclusiva.

II. El currículo y su pertinencia frente a la pandemia por COVID-19

La estrategia de aprendizaje en casa, entendida como la continuidad de los aprendizajes curriculares en los hogares mediante el traslado de los procesos instructivos a través de un esquema de educación a distancia o enseñanza telemática, el empleo de diversos medios de comunicación, con distintos enfoques y apoyos, se comenzó a adoptar en muchos países a partir del mes de marzo de 2020. Sin embargo, dada la manera en que se accede a las tecnologías digitales en nuestro país, esto condujo a evidenciar y acrecentar la brecha educativa y digital, la desigualdad de oportunidades y la segregación de los colectivos más desfavorecidos. La desigualdad existente en México y la región, en términos de clase socioeconómica, género, origen étnico, edad o condición de discapacidad, ya permitía avizorar quiénes vivirían la pandemia en las peores condiciones, vulnerando el derecho a la educación ante la falta de equidad y justicia social.

Los datos arrojados por la encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2019) aplicada en México anticipaban tal situación: el 43% de los hogares en México carece de algún tipo de conexión a internet. En las áreas rurales, más del 47% no tiene acceso a la red en el hogar. Entre la población perteneciente al estrato socioeconómico alto 92% son usuarios de internet, en tanto que 45% lo es en el estrato bajo. Como lo expresó un profesor de secundaria: “El internet no está en la canasta básica del mexicano” (Sergio Othoniel Z. S., comunicación personal, 22 de julio de 2020).

Los eventuales beneficios de las tecnologías digitales y la educación en la virtualidad o a través de otros medios no llegan a quienes quizá más los necesitan. Los educandos en condición de discapacidad (física, visual, intelectual, auditiva, mental) aunque puedan tener internet en casa, requieren de enfoques de educación inclusiva, apoyos y aplicaciones informáticas específicas para acceder a la información y sobre todo a la educación en la virtualidad, de otra manera no consolidan sus trayectorias y metas de aprendizaje. De acuerdo con el Fondo de Población de las Nacionales Unidas (2020) una de cada siete personas vive con alguna discapacidad. Este colectivo ha enfrentado durante el confinamiento por la pandemia y en el retorno presencial a las aulas más barreras para acceder a la información, la educación y los servicios.

Otro grupo social en franca desventaja es el de las mujeres. De acuerdo con los especialistas de la Unesco Giannini y Albrectsen (2020), como saldo de la pandemia se incrementará la deserción escolar, que afectará “de manera desproporcionada” a las niñas y adolescentes dado que se acrecentará la brecha de género existente, la violencia contra la mujer e incluso el embarazo precoz, la explotación sexual y el matrimonio forzado en menores. A pesar de la introducción de temas de género en los programas curriculares no se ha logrado concientizar lo suficiente ni allanar o prevenir tal situación.

Para Cuenca (2012) el mayor desafío en la región latinoamericana, México incluido, es cómo educar para construir justicia social. Este autor afirma que los modelos de educación científica o de educación para la vida, los enfoques constructivistas, socioemocionales o críticos, no han logrado adquirir sentido en países donde no está cubierto el acceso educativo en condiciones de equidad ni garantizados los resultados del aprendizaje, en parte porque se continúa con prácticas escolares reproductivas del saber y muy autoritarias. Cuenca reporta que “América Latina es la región más desigual del planeta […] 19% más desigual que el África subsahariana, 37% más des¬igual que el este asiático y 65% más desigual que los países desarrollados” (p. 81).

El análisis del efecto de la pandemia de COVID-19 en la educación plantea muchas aristas y planos de análisis. Reconocidos autores del campo curricular, como Abraham Magendzo (2020), interpelan así al currículo escolar: “¿Será este uno que proporcionará una lectura interpretativa y crítica de lo que pasa en el mundo o dará la espalda continuando con conocimientos desconectados de la vida y la experiencia que estamos viviendo?” (parr. 13). Magendzo considera que habrá que repensar y gestionar el currículo de manera tal que salga de los recintos disciplinares en que está enclaustrado y fragmentado, para diseñar núcleos temáticos flexibles de saberes que den cuenta de la realidad emergente, presente y futura, que estamos viviendo a nivel local y global con la pandemia. El currículo requiere abordar desde distintas miradas los componentes ético, político y ciudadano, logrando un diálogo entre disciplinas, con la meta de formar y no sólo informar.

Giroux et al. (2020) afirman que estamos viviendo mucho más que una crisis sanitaria y que se evidencia una crisis política e ideológica “generada tras años de negligencia por parte de gobiernos que, a través de políticas preferentemente neoliberales, negaron la importancia del bienestar público (particularmente de la salud y de la educación)” (p. 1). Para estos autores, se ha privilegiado un modelo educativo global no inclusivo, que anula el pensamiento crítico y pregona el individualismo como modo de vida, normalizando la segregación escolar y la desigualdad. Durante las últimas décadas se ha socavado la educación pública y se ha dejado de lado la colectivización del bienestar. Esto se hace evidente en la brecha de acceso a las tecnologías digitales de los sectores más necesitados, que se ven en desventaja no sólo en las clases virtuales, sino en el acceso general a los bienes de la educación. Proponen una transformación radical del currículo y una educación antihegemónica que genere nuevas formas de civilidad.

En un recorrido del currículo y su práctica frente a la pandemia COVID-19, la pregunta de fondo la formula Cahapay (2020): el currículo, tal como está concebido y prescrito, ¿resulta significativo, relevante y útil tanto en la emergencia COVID-19 como en la llamada nueva normalidad que pautará el retorno gradual a las aulas?

En plena dinámica de la pandemia se realizaron diversas encuestas y estudios cualitativos sobre el devenir de las comunidades educativas que arrojan resultados de interés respecto al currículo prescrito y al vivido en condiciones de emergencia.

La encuesta de Barroso (2020) con 1 002 profesores de secundaria técnica dispersos en todas las regiones del estado de Oaxaca (México) revela que ante la carencia de infraestructura tecnológica apropiada, el 87% de los docentes se dio a la tarea, a título personal, de realizar planeaciones didácticas y materiales educativos para apoyar a sus estudiantes, realizando acciones en aras de su aprendizaje y bienestar emocional, además de que reportan no haber recibido en un inicio los apoyos ni la capacitación requerida para transitar a la educación virtual. Ante lo adverso de la situación de sus estudiantes, encontraron que debían atender con prioridad la situación emocional y de desventaja social que se estaba viviendo en sus entornos. La mitad de los profesores afirmó estar en contacto con el alumnado vía WhatsApp para enviar tareas o mensajes de apoyo; un 68.2% dijo tener poco conocimiento del programa oficial “Aprende en casa”; mientras que un 97.2% dijo no haber participado previamente en programas de uso de TIC en la educación. Afirmaron que solicitar tareas enfocadas en las lecciones curriculares prescritas en los libros de texto no resultó la mejor estrategia y que los programas de estudio resultaron “rígidos”. Se encontró que 7 de cada 10 reconocieron que no era conveniente la evaluación mediante el tipo de exámenes que aplican habitualmente. Mencionaron que muchos de sus alumnos y alumnas “ni tienen TIC ni saben usarlas”.

En este complejo entramado, los estudiantes tienen su propia perspectiva y vivencias. Una encuesta realizada por la Central de Estudiantes Universitarios de la Universidad Nacional Autónoma de México, publicada en La Jornada el 30 de abril de 2020, indica que el 67.3% de los alumnos encuestados, de nivel medio superior y superior, manifiesta que no logra adaptarse a las clases virtuales; el 66.4% dice tener conectividad deficiente y sólo uno de cada diez dijo que todos los docentes les estaban impartiendo clases virtuales. Un 72% indicó sufrir problemas de salud mental derivados de esta contingencia y un 54% expresó no tener los insumos necesarios para afrontar la crisis sanitaria (Román, 2020).

El estudio de etnografía digital de Flores (2020), con estudiantes de nivel medio superior y superior del Estado de Puebla, ofrece evidencia de las vivencias de los estudiantes respecto a la educación en casa y en la virtualidad. Los estudiantes compartieron con la investigadora una serie de grabaciones de audio respondiendo a cómo estaban viviendo la pandemia y qué sucedía en sus clases en la virtualidad. Las respuestas revelaron malestar emocional, estrés y ansiedad, aunado a la sensación de incertidumbre y sobrecarga de trabajos académicos poco motivantes. Muchos estudiantes afirmaron que sus docentes no están preparados para dar clases virtuales.

Otra encuesta con 2 253 maestros de educación pública (Baptista et al., 2020) mostró que la falta de acceso a la tecnología digital y las diferencias geográfico-educativas eran mencionadas como determinantes en la posibilidad de dar una respuesta rápida a la crisis y salvar el curso. Una tercera parte de los docentes reportó no tener comunicación con sus alumnos. Los libros de texto y otros recursos tradicionales de aprendizaje (fotocopias, guías de estudio) cobraron gran importancia, así como diversos recursos digitales, aunque consideraron su acceso muy limitado.

Silas y Vázquez (2020) recuperaron 1 400 cuestionarios de docentes universitarios y normalistas, de escuelas públicas y privadas. Este colectivo encontró múltiples dificultades logísticas, tecnológicas y materiales para dar continuidad a su labor. Los académicos manifestaron un gran desgaste y el incremento sustancial de horas de trabajo por curso, pero al mismo tiempo hicieron un gran esfuerzo por buscar caminos a seguir en beneficio del estudiantado. Los resultados desvelan grandes tensiones en docentes y alumnos, entre ellas, el poco tiempo y posibilidad de colegialidad para rediseñar sus cursos, la ausencia de marcos interpretativos claros, así como las condiciones desfavorables de muchos estudiantes.

En el proyecto de fotovoz “La nueva normalidad de los estudiantes” (Ochoa et al., 2020) son jóvenes universitarios quienes dan cuenta de lo que han vivido después de un semestre confinados por la pandemia. Consideran que la educación virtual que se les está brindando no es la idónea para su formación profesional, se dicen angustiados y con dificultades para atender y lograr el aprendizaje óptimo. Muestran en sus fotografías las carencias de infraestructura para el aprendizaje virtual y hablan de las condiciones precarias en las que tienen que estudiar, lo obsoleto de la gestión escolar. No obstante, mencionan que han desarrollado capacidades de resiliencia, autocuidado, aprendizaje autónomo, empatía y convivencia sin presencia física.

En casi todos los estudios mencionados se cuestiona la pertinencia del currículo vigente, respecto al cual los docentes lograron en mayor o menor medida realizar ajustes para continuar con el aprendizaje y salvar el curso. Docentes y estudiantes se muestran críticos en cuanto a si lo relevante era el aprendizaje de contenidos curriculares prescritos que no resultan pertinentes o atender a la situación emocional del alumnado a la par que repensar el qué y cómo enseñar. En el mejor de los casos se logró un abordaje centrado en las necesidades de los estudiantes, que permitió la innovación de prácticas docentes en condiciones de emergencia, desplegadas con la mayor creatividad posible ante la falta de tecnologías, infraestructura y condiciones. Docentes y estudiantes que no estaban bien capacitados en el uso de medios y tecnologías para fines de aprendizaje escolar transitaron con mayor o menor éxito a la educación a distancia o virtual, con muy distintas condiciones de equipamiento, seguridad o bienestar socioemocional. Conforme avanzó la pandemia y el confinamiento los sentimientos de frustración, aburrimiento, angustia e incertidumbre manifestados, sobre todo por los estudiantes, fueron dando cabida a comportamientos resilientes y a reconocer el autoaprendizaje como capacidad para salir avante ante tantos inconvenientes, con o sin apoyos institucionales.

En todos estos reportes se hace patente que el papel de las instituciones escolares, básicas y superiores no es sólo enseñar contenidos o cultivar el intelecto, sino desarrollar la identidad del aprendiz y educar en valores y formas de convivencia en sociedad, así como posibilitar espacios de socialización y acogida.

El modelo curricular de la administración educativa antecedente en México enarboló la introducción de la educación emocional, que al inicio de la pandemia no formó parte de la estrategia de apoyo ante el confinamiento. Sobre la marcha se ha ido tomando conciencia de su relevancia y se han instrumentado algunos apoyos para los docentes, generando así una diversidad de documentos base que prescriben prácticas educativas, de salud y apoyo socioemocional en el ámbito educativo. El proyecto más destacado al que docentes y estudiantes accedieron en línea para el manejo socioemocional en pandemia fue el portal “ConstruyeT” enfocado a adolescentes.

La cuestión es si esto es suficiente para lograr instrumentar las medidas necesarias, o si los docentes asumen, como dice Ziegler (2003), su habitual papel de lectores de textos y receptores del saber de los especialistas. Tales documentos base, que pretenden servir como instrumentos normalizadores de las prácticas del profesorado, quedan a nivel discursivo y de legitimación del saber experto.

El problema es de fondo y reside no sólo en la estructura curricular centrada en contenidos disciplinares, sino en que “el modelo de transmisión de contenidos es el que suele preservarse en la vida escolar” (Díaz Barriga, 2020, p. 163). Un gran desacierto ha sido querer trasladar acríticamente el esquema de trabajo presencial a otro mediado por tecnologías digitales, sin considerar la diversidad y heterogeneidad de los actores, profesores y alumnos, en detrimento de la inclusión y la equidad.

III. Una innovación disruptiva para transformar el currículo escolar

En las últimas décadas se han dedicado esfuerzos y proyectos de gran envergadura al tema de la innovación curricular en el marco del advenimiento de la sociedad del conocimiento y la creciente digitalización de la sociedad.

Sin embargo, considerando el sistema educativo en su conjunto, no se ha logrado una transformación de fondo del currículo ni de su práctica en las aulas. El discurso de la innovación se afinca en la escuela en torno a la realidad social de un mundo cambiante, incierto y complejo, así como en la necesidad de una reinvención constante del saber; por ello la innovación consiste en “un proceso de destrucción creadora” (Unesco, 2005, p. 62). Con base en Christensen (1997), autor de El dilema del innovador, nos parece que las innovaciones curriculares que se han intentado introducir en la educación mexicana han sido de apoyo o mantenimiento (sustaining), en cuanto a que lo que han buscado (muchas veces sin conseguirlo) es la mejora continua del funcionamiento del sistema y del currículo vigente, pero sin incidir en una transformación radical y sistémica, sin apenas tocar la gestión o la estructura curricular subyacente.

La pandemia de COVID-19 ha hecho evidente que este tipo de innovación, donde se apoya a la vez que se mantiene un sistema, no es la más pertinente cuando lo que ha quedado al descubierto es la obsolescencia o falta de pertinencia de muchos contenidos y prácticas educativas. Los esquemas de formación docente, así como los mecanismos de implantación de las innovaciones pedagógicas o tecnológicas impulsadas en décadas recientes no han logrado cambiar las mentalidades o las prácticas pedagógicas de los actores curriculares porque tampoco han cambiado de fondo las condiciones de los contextos donde enseñan, ni la lógica del currículo o su gestión.

Lo que podríamos llamar innovación en contextos de emergencia está incurriendo en una mirada reduccionista en el intento de dar una respuesta contingente al cierre de escuelas y universidades. Dado que se suele asociar innovación con tecnología se pensó que el salvavidas del confinamiento en casa residía en el traslado de la educación presencial a la virtualidad, bajo el supuesto de que la innovación requerida consistía en el manejo de los artefactos digitales y en la exposición a los mensajes de los medios. La instrumentación y capacitación emergente ha puesto el acento en el manejo de plataformas, aplicaciones y software. Se han dejado de lado, una vez más, los aspectos cultural e idiosincrático de la innovación, así como el sentido pedagógico del uso de las tecnologías en y para la educación, sean estas análogas o digitales.

En un contexto tan desafiante como el que estamos viviendo se requiere afrontar el tema de la innovación educativa y del currículo desde una visión disruptiva (Christensen et al., 2008) que permita la creación de escenarios inéditos, acordes a las demandas reales de la población-meta, con toda la diversidad que representan los colectivos humanos que asisten a las instituciones educativas. En particular, la innovación disruptiva busca atender a los colectivos en condición de marginalidad o exclusión, los que no se benefician casi nunca de las innovaciones y cambios que busca mantener el sistema. Para ello se necesita escucharlos, entender sus condiciones y necesidades, potenciar su agencia e iniciativas, así como reorientar en diversas direcciones los cambios previstos. En consonancia, resulta de lo más pertinente el concepto de justicia curricular, que se opone a las políticas de exclusión, inequidad y meritocracia que ha propiciado el discurso economicista de la sociedad neoliberal y globalizada:

La justicia curricular es el resultado de analizar el currículo que se diseña, pone en acción, evalúa e investiga tomando en consideración el grado en el que todo lo que se decide y hace en las aulas es respetuoso y atiende a las necesidades y urgencias de todos los colectivos sociales; les ayuda a verse, analizarse, comprender y juzgarse en cuanto personas éticas, solidarias, colaborativas y corresponsables de un proyecto más amplio de intervención sociopolítica destinado a construir un mundo más humano, justo y democrático (Torres, 2011, p. 11).

La justicia curricular implica no sólo el derecho a acceder a la educación, sino a la participación y al aprendizaje en condiciones de equidad y respeto a los derechos, de manera que permite asegurar un desarrollo pleno en un ambiente de bienestar y respeto para todos y cada uno de los educandos. Esto requiere un cambio radical, disruptivo, respecto a la educación existente y a los eventuales escenarios pospandemia, bajo la consigna de que lo ideal no es regresar a la “normalidad” antes existente.

Las innovaciones disruptivas (Christensen et al., 2008) están inmersas en la incertidumbre y no siempre en la visualización rápida de sus beneficios, implican la no continuidad de un sistema, más bien muestran su obsolescencia y tienden a poner en jaque a una institución. Bien encaminadas, podrán dejar en el pasado lo que una vez funcionó y se orientan hacia el futuro con la expectativa, siempre incierta, de mayores beneficios, al menos para algunos y deseablemente para todos los involucrados. Un aspecto de interés es que las innovaciones disruptivas se interesan en los segmentos poblacionales no atendidos por la corriente dominante en el sistema, y en ellos encuentran el nicho del cambio, propiciando con frecuencia soluciones más viables, eficaces, sencillas y diversificadas.

Consideramos que se requiere una mirada de innovación disruptiva en un contexto emergente, de manera tal que la pandemia de COVID-19 pueda interpretarse como una oportunidad para resignificar la educación y los procesos curriculares. El marco de referencia de dicha innovación disruptiva requiere afincarse en los preceptos de enfoques como educación inclusiva, equidad y justicia curricular, educación de competencias para la vida, permitiendo la debida flexibilidad para que el estudiantado pueda optar por trayectorias personalizadas de aprendizaje que se ajusten a sus necesidades, capacidades e intereses.

Otros autores que postulan una mirada disruptiva de la educación son Loveless y Williamson (2017), quienes avizoran que se crearán currículos y espacios de aprendizaje de “código abierto” (no escuelas ni facultades en el sentido que hoy las entendemos) y que la concepción de asignaturas disciplinares desaparecerá gradualmente. Esto implica que las actividades que se realizan con fines de aprendizaje y formación se distribuirán en lo que llaman ecosistemas de aprendizaje en red, que combinarán escenarios virtuales y reales, con la expectativa de un cambio radical en la manera en que operan hoy en día las instituciones educativas que se enfocan a proveer información. Afirman que escuelas y universidades se convertirán en un “nodo” dentro de una red de espacios colaborativos y que tal currículo de código abierto transformará la identidad de aprendiz de los futuros estudiantes. De no lograrse una política democrática de acceso, uso y apropiación de tecnologías y medios, irremediablemente se anuncia una mayor brecha digital.

Estos aspectos resultan de relevancia para plantear una visión de prospección pospandemia. Escenarios educativos como los descritos sólo serán viables a futuro si se confecciona un currículo en términos de alfabetizaciones, ámbitos de competencia o escenarios-problema en formatos híbridos (presencial-virtual), virtuales o duales (parte de la formación se da en la institución escolar y otra en diversos escenarios socio-organizacionales o comunitarios). Se tendría que gestionar un esquema de flexibilidad curricular que permita tales trayectorias personalizadas de aprendizaje donde se vinculen aprendizajes formales e informales (Díaz Barriga y Barrón, 2014).

Asociado a lo anterior, surge el tema de la llamada “nueva normalidad”. Este concepto se empleó en un principio para explicar los procesos que ocurrían en las economías industriales después de un proceso de recesión y de los intentos para revertir sus efectos y regresar a la normalidad. Actualmente, en distintos contextos “nueva normalidad” se relaciona con el hecho de que algo que no era lo típico como respuesta a un suceso se convierte en lo típico, porque ha ocurrido una crisis o un suceso de hondo calado. En el contexto de esta pandemia se ha querido pensar en el retorno paulatino a diversas actividades educativas, sociales o laborales precedentes. Si por tal normalidad se retorna a aceptar prácticas curriculares que no logran cuestionar ni cambiar la exclusión y estratificación prevaleciente en las escuelas, la falta de sentido y lo obsoleto de muchos contenidos curriculares, en definitiva, no es el camino deseable.

Desde el campo de la pedagogía y el currículo se erige la responsabilidad de cimentar propositivamente otra normalidad en este momento y en la pospandemia:

Una que sea capaz de asumir, desde la subjetividad y el principio de realidad, interpelaciones pedagógicas que inviten a respuestas discursivas, político-culturales y humanas, que coadyuven al contacto cultural-humano, a la reconfiguración de nuestros vínculos sociales, políticos, culturales y pedagógicos, así como el vínculo con la naturaleza (de Alba, 2020, p. 292).

Para de Alba (2020) esto tenderá a configurar lo que llama el “currículo incierto” de la nueva normalidad. Desde su perspectiva, dicho currículo deberá atender el asunto de la justicia política, social, cultural y educativa, promover la erradicación de la desigualdad y dar apertura a problemas de género, feminismo, salud, ambiente, derechos humanos, interculturalidad, educación para la paz, entre otros.

Por su parte, Iglesias et al. (2020) se pronuncian por re-imaginar críticamente la educación. Proponen un modelo educativo y un currículo que opere a través de experiencias que generen aprendizaje profundo mediante la creación de ecosistemas educativos comunitarios, que apoyen la creación de redes compartidas y conectadas, que rompan las fronteras tradicionales de la escuela. En esta lógica es que tendrán sentido una diversidad de experiencias híbridas y el uso del espacio público digital, ubicando a los medios y tecnologías digitales como los artefactos culturales de mediación que son en realidad. Las posibilidades de transformación residen en consolidar proyectos democráticos, inclusivos, sostenibles e intergeneracionales. A nivel didáctico, habrá que pensar en el aprendizaje servicio en la comunidad (modelo service learning), el estudio multidisciplinar de determinados fenómenos, la problematización de asuntos cotidianos, el trabajo en torno a procesos de indagación y creación, que se asocian con pedagogías disruptivas.

Para los colectivos en situación de vulnerabilidad lo más valioso de la institución escolar es que funge como “un espacio de protección física, social y emocional” (Tarabini, 2020, p. 149). Su función socializadora y humanizadora no puede ser sustituida de forma mecánica; la escuela es una institución social de acogida, de pertenencia a una comunidad escolar, que proporciona tanto un espacio físico como simbólico.

Esto conduce a otro precepto que no puede pasarse por alto en esta proyección hacia un nuevo currículo y un cambio disruptivo de su práctica. Nos referimos a la eliminación de la discriminación, exclusión y barreras para el aprendizaje y la convivencia. Esto sólo es posible desde la visión de un currículo incluyente donde se valora la diversidad humana y se reconocen los derechos de todos. Echeita (2020) también aboga por cambios disruptivos que permitan transformar el sistema educativo y la escuela común, porque la exclusión, el maltrato y el fracaso escolar se producen en su interior. Tal proceso de cambio, más allá de la retórica, se encuentra en la acción participativa y en los escenarios educativos, mediante enfoques comunitarios, experienciales, indagaciones cualitativas, directamente encaminados a la comprensión y mejora de los procesos de inclusión, participación y aprendizaje en escenarios formales e informales. La concepción de educación inclusiva ya no se centra sólo en la atención de personas con alguna discapacidad, sino que se ha ampliado a grupos vulnerables y excluidos, que están en condición de inequidad (Payá, 2010).

El derecho social a la educación es una obligación de los gobiernos y todos tienen la obligación de asegurarlo a la población, por lo menos si enarbolan una perspectiva democrática. En esta lógica, destacamos el derecho a no ser discriminado o excluido, a contar con los recursos tecnológicos y los medios requeridos en función de las necesidades y capacidades de los educandos.

IV. Los medios y las tecnologías digitales frente a la nueva normalidad

Vivimos en el contexto de la modernidad líquida (Bauman, 2013), que se define como el tiempo caracterizado por la volatilidad, la incertidumbre y la inseguridad, situaciones más que patentes en la vivencia humana de la pandemia en curso.

De ahí que se haya planteado que se ha entrado (por lo menos en las sociedades avanzadas, tecnificadas) en una nueva ecología del aprendizaje, donde la mediación de las tecnologías y medios digitales en su cualidad de artefactos culturales ha cobrado protagonismo creciente, dado que propicia la construcción de entornos de aprendizaje personalizados, ubicuos, distribuidos en red y colaborativos (Coll, 2013). Desde un posicionamiento sociocultural, se afirma que la mente humana extiende o aumenta sus capacidades a través de los instrumentos simbólicos y los artefactos culturales creados a lo largo de la historia, y este es el caso de una diversidad de tecnologías que han transformado las prácticas humanas, incluyendo lo que hoy conocemos como tecnologías digitales (Martos y Martos, 2014).

Cuando hablamos del aprendizaje formal o informal mediado por las tecnologías digitales, estas operan no sólo como instrumentos o herramientas físicas, sino como instrumentos semióticos, simbólicos o psicológicos. Por ende, resulta pertinente la idea vigotskiana de tales tecnologías que funcionan como “prótesis de la mente” o “mentefactos”. Esto es lo que permite ampliar no sólo la capacidad de almacenar la información, sino de crear y recrear en colaboración, de manera distribuida, colectiva, una diversidad de escenarios y experiencias inéditas, de avanzada o disruptivas, que avizoran nuevas realidades y permiten incidir en la solución de problemas, la creación artística o científica. Las tecnologías informáticas y digitales son artefactos culturales que pasan a convertirse en instrumentos de mediación educativa. Es decir, ocurre una mutua constitución entre mente y cultura, y las tecnologías funcionan como medios auxiliares dado que permiten regular y dirigir la acción humana (Esteban-Guitart, 2010).

Las tecnologías digitales y las redes sociales propias del presente milenio han contribuido a configurar entornos comunicativos que pueden caracterizarse como territorios virtuales e hipermediáticos. Dichos entornos permiten a su vez re-configurar subjetividades humanas, así como una nueva epistemología social (Hernández et al., 2010). Desde esta perspectiva, se cuestiona la neutralidad de cualquier tipo de tecnología, se rechazan miradas tecnócratas y deterministas, se afirma que se desarrollan entramados sociotécnicos, culturas y epistemologías tecnológicas en distintos ámbitos sociales, mientras que los actores pueden desarrollar diversos comportamientos ético-políticos respecto a dichas tecnologías.

Habrá que analizar si el tipo de prácticas pedagógicas deliberadas que se están promoviendo en las clases virtuales y programas televisivos o radiales se circunscriben a aportar información sobre contenidos curriculares. Poco se ha dicho de la didáctica de tales modelos y es sabido que la sola exposición a contenidos mediante recursos tecnológicos o mediáticos no es suficiente para lograr aprendizaje con comprensión.

En el segundo semestre de 2020 el manejo didáctico de la segunda etapa del esquema de aprendizaje en casa suscitó diversas preocupaciones. Se especuló si se caería en un esquema de transmisión televisiva o por radio de una vía, donde el papel del educando se sitúa otra vez en el de receptor del contenido curricular estandarizado y dispensado por el medio. Este tipo de enfoque que se centra en el medio informativo (no en el aprendizaje, la interacción o la mediación pedagógica para lograr comprensión, sentido, criticidad y colaboración), representa una mirada de educación a través de los medios ya superada en la literatura educativa varias décadas atrás. Una vez más, el foco parecía ser el medio que dispensa el contenido curricular en forma de lecciones, bajo el supuesto de que a una mayor cobertura, mayor justicia social.

Con posterioridad la SEP publicó los resultados de una encuesta: un 85% de niños y adolescentes dijo que le agradó el contenido de los programas televisivos de “Aprende en casa 2”, un 80% de docentes estuvo en contacto con sus estudiantes, mientras que un 65% de profesores sindicalizados valoró favorablemente este enfoque de educación a distancia (Ordaz, 2020). Las voces críticas ante dichos resultados no se dejaron esperar: la estrategia didáctica no contempla el diálogo, la interacción, los “retos” que deben realizar los escolares son tareas convencionales, no hay adecuación de los contenidos curriculares a las situaciones de vida que se están experimentando, tampoco se hace un análisis de los aprendizajes logrados (Díaz Barriga, 2021).

V. Conclusiones

La aparición del COVID-19 puso en tela de juicio los avances científicos y tecnológicos, cuestionando a toda la población, incluida la comunidad científica, empresarial y gubernamental. Evidenció nuevas formas de relación con los semejantes, con el conocimiento médico y con los ámbitos laboral, escolar (entre profesores y alumnos), económico, comercial, cultural. Desarticuló todo aquello que daba sentido a la convivencia cotidiana. Al mismo tiempo, visibilizó la desigualdad, la inequidad y la exclusión social, además de la inoperancia de las políticas públicas en salud y educación de los sexenios anteriores.

A pesar del emprendimiento de tantas reformas e innovaciones curriculares desde inicios de los noventa, resultó evidente la rigidez de las estructuras curriculares y académico-administrativas de las instituciones escolares.

Se comenzaron a puntualizar las deficiencias de los planes de estudio, las metodologías de enseñanza obsoletas en todos los niveles educativos, por lo menos en lo que atañe a su puesta en marcha en escenarios de emergencia y dada la falta de conectividad en muchos países, que supuestamente enseñaban competencias digitales y aprendizaje en red (Barrón, 2020).

En el marco de esta crisis sanitaria se ha evidenciado, desde nuestra perspectiva, que el sistema educativo en general, y las estructuras curriculares en particular, operan en nuestro contexto de manera inequitativa, no incluyente, contraviniendo la justicia curricular.

Las voces de los investigadores en el campo de la educación y el currículo se han manifestado en torno a la necesidad de repensar sistémicamente la situación, desde perspectivas disruptivas, orientadas por los preceptos de la justicia social, ya no más con base en el discurso de la economía neoliberal.

Se ha mostrado que la incorporación de las TIC o de algún otro medio comunicativo a los procesos formativos, sin tener claridad de su uso con fines educativos y didácticos, ha puesto en jaque a los diversos actores, tanto por la falta de acceso y conectividad, como por la falta de habilidades digitales y sentido pedagógico en el traslado a la educación formal, lo que ha evidenciado la ausencia de un proyecto educativo nacional de largo alcance que considere la diversidad de agentes, contextos, situaciones y procesos que pueden presentarse.

Varios especialistas en el campo del currículo y la enseñanza consideran que es indispensable ampliar la concepción del uso de las tecnologías más allá de un mero artefacto físico por la de un instrumento cultural que permite en ciertas condiciones mediar la construcción de identidades digitales de manera crítica y transformadora. Se habla de nuevas ecologías del aprendizaje, de personalización desde la diversidad y derechos de los colectivos humanos, de la importancia de crear entornos personales de aprendizaje dialógicos, colaborativos y creativos.

El papel de los docentes ha sido clave para dar respuesta a esta emergencia sanitaria; la preocupación real por sus estudiantes ha quedado evidenciada a partir de testimonios y encuestas, aunque hasta el momento no se cuenta con suficiente información al respecto. También se ha manifestado la complejidad de las emociones expresadas por los actores de la educación, cuestión que no puede obviarse ni pasar a segundo término.

Si bien se avizoran escenarios inciertos, no se puede continuar con el mismo currículo y prácticas escolares. La dislocación que se presenta entre los discursos, prácticas y actores de la educación y las propias crisis de la modernidad que afectan al pensamiento, la cultura y la esfera relacional, deberán ser un acicate que permita arribar a nuevas oportunidades y recursos para aprender en la sociedad actual, reposicionando el papel de medios y tecnologías como artefactos culturales. En todo caso, la meta a la que no podemos renunciar es a garantizar una acción sistemática orientada a promover la capacidad de aprender y desarrollarse en condiciones de bienestar y derechos a todas las personas, sin excepciones ni exclusiones.

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