Revista Electrónica de Investigación Educativa


Vol. 2, Núm. 2, 2000

El ciudadano democrático. Utopía sensata
de la posmodernidad educativa

Miguel de la Torre Gamboa
mdelatorre@estgen.uanl.mx

Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Autónoma de Nuevo León

Comitán 4109
Residencial Lincoln, 64310

Monterrey, Nuevo León, México

(Recibido: 13 de septiembre de 2000; aceptado para su publicación: 9 de octubre de 2000)

 

Resumen

El artículo plantea que México vive, en nuestros días, una profunda crisis social que nace del hecho de que no es el interés general el que se hace valer en la conducción de los asuntos públicos, y que nos hace pensar en una sociedad más democrática. Plantear una alternativa a las prácticas antidemocráticas supone hacer el esfuerzo por configurar un proyecto educativo, una utopía sensata, viable, en la medida en no se presenta como crítica frontal y desesperanzada, sino que recoge aquellos elementos de la realidad que apuntan precisamente a la transformación social. Una sociedad democrática sería aquella que observara una simetría real en las interacciones entre los individuos, aquella que parte del principio de la universalidad del respeto mutuo y de la autonomía de las personas. Para esta sociedad, deben trabajar los educadores a través de la figura del ciudadano democrático.

Palabras claves: Educación moral, filosofía de la educación, enseñanza de valores.

 

Introducción

En un artículo muy interesante, el pasado mes de junio, el Dr. Pablo González Casanova (2000), expresa que todas las experiencias del mundo moderno y posmoderno parecieran indicar que la construcción de una alternativa a las varias crisis que la coyuntura de fin de siglo en México ha ido desencadenando o está por desencadenar comenzará por la construcción de una nueva democracia.

Entre las crisis ya manifiestas -dice Don Pablo- se encuentran las siguientes: "1) La de los pueblos indios cada vez más discriminados, empobrecidos, asediados, despojados, explotados, excluidos, hambrientos y enfermos y cada vez más dignos y rebeldes; 2) La de los estudiantes universitarios en lucha por la educación superior pública y gratuita y porque no les quiten el futuro; 3) La del gran subsidio del pueblo a los banqueros [...] ; 4) La del campo mexicano [...]; 5) La de los pequeños y medianos empresarios sin créditos o con créditos [...] incosteables. 6) La de la violación de los derechos individuales y sociales [...]; 7) La del narcotráfico y el crimen organizado que se articulan [...] a la banca [...] y a los círculos gubernamentales [...] 8) La de salarios nominales congelados y salarios reales disminuidos [...] 9) La de los servicios públicos de educación, salud, alimentación, seguridad social, infraestructura, con subsidios y presupuestos cada vez más reducidos [...]."

Junto a lo enumerado por el Dr. González Casanova, podríamos agregar otras situaciones que igual que las mencionadas por él, ya han hecho crisis en nuestro medio. Tal es el caso de: 1) La subordinación, marginación y explotación de la condición de mujer; 2) La marginación y exclusión de las visiones del mundo y de la vida colectiva de los pueblos indígenas y otros grupos sociales minoritarios; 3) La subordinación de los procesos de generación y difusión del conocimiento científico y tecnológico a los intereses de las compañías transnacionales; 4) La intolerancia y marginación de las expresiones del arte y la cultura que comportan una visión divergente de la de los sectores sociales en el poder; etcétera.

Este panorama nos hace pensar que si algo caracteriza la situación que hoy viven las interacciones sociales en México, es la injusticia para la mayoría de la población y que esta injusticia nace del hecho de que no es el interés general, ni siquiera el interés de la mayoría, el que se está haciendo valer en las decisiones políticas, en la conducción de los asuntos públicos en este país. Nos muestra que, para los mexicanos del inicio del siglo XXI, no se cumple aquello que es esencia de la democracia: el principio de universalidad.

Pensar en una sociedad más democrática, parte, por supuesto, del reconocimiento de que la sociedad actual no lo es tanto y que existen, en la cultura y la vida social contemporánea, situaciones y formas de la convivencia que no nos dejan satisfechos y que nos hacen desear algo que falta, que nos hacen echar de menos algo que consideramos posible y nos exigen plantear una alternativa, hacer el esfuerzo por configurar la imagen del ciudadano que, en el marco de una sociedad injusta, inequitativa, individualista, competitiva, pragmática, hedonista y desencantada de su historia, asuma la responsabilidad de impulsar los valores de la cooperación solidaria, de la justicia y de la construcción colectiva de un mejor porvenir. Esa imagen, en la medida en que se constituya en proyecto educativo, en aspiración ético-antropológica para el quehacer educativo de nuestro tiempo, tendrá el carácter de una utopía: la utopía de la formación del ciudadano democrático en la cultura y la sociedad posmoderna.

 

¿De qué está hecha una utopía?

Sea en el terreno de la política, de la literatura o de los proyectos educativos, la utopía trae a la escena una ruptura del presente, realiza una transfiguración crítica de lo real y muestra lo otro que somos potencial o realmente. Toda utopía contiene así, una visión de lo ideal-necesario hacia lo cual no hay más remedio que orientarse si se quiere ser consecuente. En este sentido, la utopía es siempre reactiva. Expresa nuestros deseos y esperanzas, así como la confianza en la capacidad del ser humano para trascenderse a sí mismo.

La creación de utopía educativa, entonces, no es otra cosa que la práctica de especular, de imaginar un destino y una vida diferentes para el hombre, partiendo de la inconformidad con lo existente y promoviendo una antropología y una visión del mundo distintas que permitan, a la práctica educativa, saldar sus deudas con la sociedad y cobrar un nuevo sentido.

Sin embargo, al delinear un deber ser para la educación, es posible tanto apuntar a lo posible, a lo mesurado y pertinente, como a lo imposible, desmesurado o impertinente. De acuerdo con Octavi Fullat (1984), la utopía sensata se distingue de la insensata, porque, a diferencia de esta última, propone un sentido a la existencia que nace de la crítica razonable. Su propuesta aparece no sólo como algo bueno, como algo que induce a nuestra voluntad a actuar para traerlo a la realidad, sino que se encuadra con otros elementos de lo existente que la hacen ver como posible y necesaria.

En cambio, la utopía insensata aparece exclusivamente como protesta, como crítica desesperanzada de lo real y como la negación de todo sentido a lo existente, significa rebeldía, ensimismamiento o soledad rayanas en la locura.

Formular, entonces, una utopía sensata es acompañar la crítica de lo existente con la propuesta de un nuevo sentido posible, que recoge aquello de lo real que exige ser visto de otro modo para seguir siendo valioso. Por ello, plantear la idea de la democracia como utopía educativa para la posmodernidad es hacer la critica de lo antidemocrático en esta nueva situación social y es, también, la formulación de una ética que busca centrarse en la comunidad, frente a los inconvenientes del individualismo posmoderno.

 

¿De dónde surge la idea de la democracia como una práctica social valiosa?

La idea de que la vida colectiva beneficia y enriquece a la comunidad cuando ésta se norma y se conduce según el criterio de tener en cuenta las expectativas e intereses de todos los miembros de una comunidad, cuenta con, por lo menos, 3000 años de antigüedad y surge en el marco de las ciudades-estado de la Grecia clásica. Fueron los miembros de aquellas comunidades, los primeros en considerar como valiosa una vida en común que, además de abrir la posibilidad de alcanzar, sin riesgos y sin conflictos, los intereses y expectativas de cada uno en particular, los trascendía y daba lugar a una nueva clase de realidades que, sin duda, los enriquecían en muchos sentidos.

La idea del ciudadano de la polis griega, el Zoon politikón, es la de un sujeto activo, comprometido, que encuentra en la participación de la vida de la comunidad una forma de realización del bien, una virtud (areté) y, por lo tanto, ha de realizarse. La participación ciudadana, en este caso, no es un derecho del individuo, sino una responsabilidad asumida como consustancial a la condición de hombre libre. Es ineludible, toda vez que la no-participación aparece como falta de virtud. Entre otras razones (quizá más fundamentales que las que aquí se recogen), se ha dicho que esa práctica de la democracia se volvió imposible cuando la comunidad creció, se volvió compleja y dejó de estar restringida a la vecindad y a la interacción cara a cara de los ciudadanos. Por esto -se dice- la democracia para existir en las sociedades modernas, no tuvo más remedio que volverse representativa; es decir, que la participación de miembros de la comunidad no tuvo más remedio que ajustarse, a través del voto, a la mediación de delegados y representantes en el ejercicio efectivo del poder social.

De este modo, la idea del ciudadano moderno (el citoyen de la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano) es la del sujeto de derechos, un sujeto que tiene el derecho de participar en la vida colectiva, pero que no se ve forzado a la participación; y que aún cuando la considere valiosa, puede abstenerse de ella. El ciudadano moderno disfruta de la protección y garantía del Estado respecto al dominio y usufructo de su persona, su familia, su credo y su patrimonio, así como de la posibilidad de elegir o ser elegido para el ejercicio del poder público; pero, por una lado ese disfrute depende de la posesión efectiva de una familia, un credo o un patrimonio y, por el otro, es su convicción, su compromiso lo que le lleva a participar en la vida colectiva y no su condición de ciudadano.

Al igual que en la polis griega, la condición de ciudadano constituye la base de posibilidad del disfrute de estos derechos. Sin embargo, la ciudadanía se ha vuelto abstracta: es la ley la que coloca al sujeto en la posibilidad de participar, no su propia existencia. Así, mientras que en la polis griega tener una determinada identidad, familia, patrimonio y creencias era condición para ser ciudadano y, dado esto, no se tenía más remedio que participar en la política de la ciudad, el ciudadano moderno, en tanto que sujeto de derechos, obtiene de la ley, como dijimos, la garantía de que no se verá afectado (ni por sus conciudadanos, ni por extraños) en el disfrute de su identidad, familia, patrimonio o creencias, si es que se encuentra en posesión legítima de estos bienes; así como tampoco se verá apremiado a la participación política, si su deseo es abstenerse, lo cual ocurre frecuente y masivamente en nuestro tiempo. No obstante estas particularidades históricas y conceptuales, es posible reconocer la existencia de tres principios fundamentales de la práctica de la democracia, en función de los cuales ésta ha representado un valor, una práctica social valiosa en la cultura occidental, sea que se trate de la antigua polis griega o del estado-nación moderno. Esos principios son:

 

¿Qué es lo que amenaza o ha hecho desaparecer esos principios en la actualidad?

En general, puede decirse que la práctica de la democracia en la compleja sociedad contemporánea sigue apoyándose en la concepción moderna del ciudadano como sujeto de derechos. Sin embargo, además de la orientación hacia el individualismo que ya el propio carácter abstracto del concepto impone en la medida en que la participación resulta mediada por la voluntad del individuo, las situaciones y circunstancias concretas de la práctica social contemporánea son muy distintas de las que tuvieron lugar todavía hace unos sesenta años; es decir, hoy día la vida de la comunidad involucra actores y sujetos sociales que ni se ajustan al concepto abstracto de ciudadano ni existían en el momento en que la concepción de la democracia como igualdad ante la ley y libertad individual de participación se desarrollaron. Todo lo cual nos impone la necesidad de repensar el problema y establecer claramente, tanto las limitaciones del concepto, como las necesidades de cambio en el terreno concreto de las interacciones sociales.

La posibilidad de que el significante democracia tenga precisamente el significado de que cada individuo o grupo tenga la posibilidad de hacerse presente en la toma de decisiones y en el gobierno de la vida colectiva, obteniendo de ello beneficios tangibles, enfrenta hoy día especiales dificultades, toda vez que, en contra de la idea moderna de un ciudadano único, universal, abstracto, lo que realmente vivimos es la contundencia de la diversidad, el imperio de la diferencia, el avasallamiento del interés general y el desencanto respecto a los valores y "promesas" de la ciudadanía moderna.

En contra de la abstracta definición ilustrada del individuo y de sus derechos y libertades igualmente abstractas, lo que hoy enfrentamos es la aplastante realidad de la diversidad étnica, racial, identitaria, sociocultural. Tal como dice Victoria Camps (1996:137) "La diferencia está en auge. Es un signo de calidad. Significa distinción, poder y atributos para distanciarse de lo masivo. Es la expresión de la aristocracia en nuestro tiempo [...] se ha ido creando una ideología de lo individual y la diferencia como resultado de la exacerbación de la crítica de la modernidad y la ilustración [..]."

Frente a esta situación, Camps (1996:138) considera que hay que recuperar los logros de la modernidad que han significado avance histórico, tales como la individualidad, la privacidad, la libertad, la autonomía y la diferencia, pero que no podemos desentendernos de la convivencia necesaria. "Es hora de reconocer que la universalidad y la diferencia no son siempre conceptos opuestos ni incompatibles -nos dice-, que se puede ser muy autónomo y muy distinto, sin descuidar que convivimos con otros individuos que reclaman, a su vez, el reconocimiento de sus diferencias."

Porque como dice Camps (1996:140) "No hemos sabido conjugar la libertad cooperante y participativa de los antiguos con la libertad independiente de los modernos [...]. Al buscar la autorrealización en lo puramente privado, el individuo tiende a desprenderse de todas las ataduras sociales […], no hay forma de unir a los individuos en torno a proyectos comunes."

En otro lugar, Camps (2000, abril) ha señalado que, precisamente por apoyarse en el derecho de los individuos a la libertad, esto es, en la posibilidad de renunciar a la participación política y propugnar un liberalismo económico, político y moral, ajeno a la formación de identidades cívicas, la concepción moderna de ciudadanía es una concepción individualista que conduce a la pasividad dado que los ciudadanos no asumen otros deberes que los exigidos por la democracia formal.

Algunos -dice allí Camps- viven hoy una nostalgia de ciudadanía republicana, que se expresa en el hecho de que a la concepción liberal individualista de la ciudadanía contraponen una concepción comunitario-republicana recuperada de la democracia griega y de las repúblicas italianas del Renacimiento que "concebían la participación política en el autogobierno como esencia de la libertad."

 

¿Cómo se conectan entre sí individuo y comunidad?

El significante ciudadano, al igual que el de democracia, se refieren al sujeto que se trasciende a sí mismo y se conecta con los otros en una nueva forma de existencia: la comunidad. Ambos conceptos nos hablan de la proyección desde el sujeto hacia algo que no es él mismo y que lo hace ser de otro modo, y esto nos introduce en el tema de la dimensión ética de la práctica de la democracia. Distintas épocas y tradiciones de pensamiento han formulado respuestas diferentes acerca de las finalidades (el ¿para qué?); es decir, de los valores que se realizan en este trascender y dar lugar a algo nuevo.

En la polis griega y su filosofía, aquello hacia lo que se trasciende son valores puramente ideales, cuya existencia no depende de lo que hagan los individuos y, por el contrario, se imponen sobre éstos compeliéndolos a la acción. Esos valores son: el bien común, lo universal, el ser esencial del hombre, su concepto: el zoon politikon.

La tradición de pensamiento judeo cristiana, tiene en Dios el horizonte de esa trascendencia. La vida de la comunidad es trascendencia hacia Dios, es la realización de su designio; por esa vía, el individuo se vuelve uno con lo infinito, se hace Persona.

En el pensamiento de la Ilustración, las realidades trascendentes a que da lugar la vida de la comunidad son: la libertad, la historia, la voluntad general; mediante ellas el individuo se convierte en citoyen.

Como vemos, tanto en la idea moderna de ciudadanía, como en la judeo cristiana o la griega, se responde al problema de los valores que se realizan en la vida de la comunidad con una noción abstracta o extraterrenal de la vida colectiva, con una idea de la comunidad colocada más allá de las comunidades realmente existentes y de los beneficios reales que esa interacción humana alcanza. Estas respuestas no reflejan ni la heterogeneidad de las comunidades realmente existentes ni lo que realmente constituye su aporte a la vida de los individuos que la componen y a la humanidad en general, en términos de enriquecimiento mutuo. Los movimientos comunitaristas actuales ya han insistido bastante en que la verdadera realidad social está en las comunidades efectivamente existentes y en que el problema de lo que se consigue con la vida en común ni puede tener un concepto abstracto como referente ni necesita abarcar a la humanidad completa.

Como resultado de la crítica filosófica y política del sujeto trascendental-abstracto (racional, libertario, autónomo) de la modernidad, hemos visto surgir también críticas contundentes a la idea abstracta de humanidad, sociedad o comunidad. Es un hecho que, al menos a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo XX, se fue perfilando el completo desvanecimiento de la significación histórica de las nociones de comunidad, ciudadanía y democracia de la modernidad. Muchas voces se han hecho oír desde entonces, apuntando a la falta de perspectiva histórica de dichas nociones y han proclamado su desencanto de la cultura moderna, su visión del mundo, sus estructuras sociales y, sobre todo, de sus promesas de libertad, bienestar y felicidad.

El incumplimiento de las promesas de la modernidad, el deterioro de la calidad de vida de un número cada vez mayor de hombres y mujeres en el mundo, la crítica radical del carácter mítico de los fundamentos y de las esperanzas, generaron un desencanto y un pesimismo que cada día parece cobrar mayor presencia entre nosotros, y que, ante la falta de perspectiva, reivindica como valores máximos la realización individual, el placer y la comodidad. Para el individuo posmoderno, sólo resulta importante la no-sujeción a nada que contravenga su interés; se trata sólo de estar bien y disfrutarlo, desde la sensualidad y la sensoriedad, mientras dure.

Se ha venido imponiendo así, lo que Ronald Inglehart (1994) llama el síndrome cultural posmoderno y que es aplicable a la pauta de conducta de hombres y mujeres, sobre todo en los países avanzados, cuyas opiniones, criterios y sentimientos asumen un sistema de valores distinto de aquel que fue clave en el surgimiento de la sociedad industrial. El éxito económico, la racionalidad, la sujeción a la voluntad mayoritaria en la conducción de la vida colectiva, la idealización del progreso y el avance de la ciencia, han perdido importancia para estos nuevos ciudadanos que hoy prefieren subordinar el crecimiento económico a la protección del ambiente, que privilegian la realización personal frente al éxito económico o el imperio de la voluntad general.

La autoridad jerárquica, la centralización y la grandeza del Estado -dice Inglehart- han caído bajo sospecha y han alcanzado el punto en que su eficiencia se vuelve menor y resultan menos aceptables. La mentalidad posmoderna refleja una disminución creciente de la importancia que se acredita a toda autoridad y una pérdida de la confianza en las instituciones burocráticas y jerárquicas típicas del estado moderno.

Por su parte, Gilles Lipovetsky (1998:12), desde una perspectiva más centrada en la significación ética de los cambios, explica que el advenimiento de la sociedad posindustrial ha significado el paso de la época del deber a la del posdeber. De una ética de la obligación -hacia Dios o hacia el Estado- a una ética de la responsabilidad. " [...] nuestra cultura ética -dice- [...] lejos de exaltar los órdenes superiores, los eufemiza, y los descredibiliza [...] desvaloriza el ideal de abnegación, estimulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista. Nuestras sociedades han liquhdado todos los valores sacrificiales, sean estos ordenados por la otra vida o por finalidades profanas, la cultura cotidiana ya no está irrigada por imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos: Hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros mismos."

 

¿Qué hacer frente al desencanto y el individualismo posmodernos?

En una reciente visita a Monterrey1, el propio Lipovetsky reconocía que el individualismo, las dudas y tensiones que genera la autonomía individual, el desplazamiento en los patrones identitarios, los cambios radicales en los roles y lugares y en la propia constitución de sujetos sociales, aunque apuntan a la desintegración, de todos modos lo que principalmente representan es el hecho de que ya no tendremos un habitat seguro, que tendremos que aceptar que las sociedades actuales y futuras serán sociedades permanentemente en riesgo y que, por lo tanto, resulta indispensable la reconstrucción del lazo social, la construcción de nuevas solidaridades y nuevos motivos para solidarizarse, pero que, no obstante, estos lazos tendrán el carácter de pactos más limitados, más restringidos en su alcance y en sus contenidos.

En estas condiciones, si puede hablarse hoy día de democracia y de ciudadanía, no será para referirse a los mismos valores abstractos: Estado de derecho, igualdad ante la ley, respeto a la voluntad mayoritaria -Dictadura de la mayoría, diría Tocqueville- que perdieron su sentido junto con la perdida de eficacia de los grandes relatos de la modernidad, sino que habrá que concebir e impulsar otros que contemplen la heterogeneidad, la diversidad y la posibilidad de que los intereses y expectativas minoritarias (que nunca serán mayoritarias) puedan ser realizadas en la vida colectiva y en la ley; otros valores que sean garantía del respeto a la diferencia y del enriquecimiento de la vida colectiva a partir de ella, en la medida en que ésta de lugar a valores universalizables.

También en Monterrey, José María Mardones destacaba, recientemente 2, el potencial democratizador de movimientos sociales como los de desobediencia civil, por tratarse de movimientos, decía él recuperando a Habermas, que sin afectar el marco constitucional (es decir, expresándose dentro de ese marco) y sin violencia "eticizan" a una sociedad democrática, porque pone en duda el sentido de justicia de la mayoría, invocando los mismos fundamentos democráticos en que se apoya la sociedad. Dichos movimientos son una protesta que se dirige a aspectos concretos, en los que se manifiesta un punto de desacuerdo respecto a la opinión mayoritaria -que debe asumirse como discutible- a partir de la idea de carencia de justicia, mostrando que la ley no siempre encarna la justicia y que la legalidad no siempre es legitimidad.

La crítica de la injusticia -decía Mardones en esa ocasión- es una especie de sanación ética, y constituye un ejercicio de formación de la voluntad general; es decir, de conformación de nuevas normas y principios para la interacción social. A diferencia del pensamiento ilustrado en el que las normas son fijadas, de una vez y para siempre, en cuanto son encarnaciones de la razón, las que resultan de esa crítica, son una construcción colectiva que se ha universalizado porque representa los intereses de todos.

Partiendo de estas ideas, formulaba él un concepto de democracia en el cual sólo son éticas las relaciones simétricas entre los individuos, en las que se realice el principio de la universalidad, tanto en el sentido de universalidad del respeto mutuo, como de universalidad de la autonomía de las personas.

No se trataría, por supuesto, de una postura pragmática que postule una ética hecha de retazos negociados. De acuerdo con Norbert Bilbeny (1997), no podemos aceptar la idea de que en la sociedad posmoderna las ideas vayan detrás de los hechos, que se subordinen a ellos y, por tanto, no podemos aceptar que una ética de estos tiempos deba regir en función de pruebas objetivas de la eficiencia social de la conducta elegida, sino intentar regir la vida colectiva en función de un ideal de humanidad; ya que, con esto, efectivamente, estaríamos ante el fin de las utopías, de la existencia de un sentido en el hacer humano. Así que resulta muy importante reivindicar la necesidad de una ética que implique un mínimo de solidaridades humanas, más allá de la performatividad y la racionalidad instrumental.

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, una sociedad democrática ha de conseguir que todos sus miembros puedan realizarse tal cual son y desde ahí contribuir al enriquecimiento de los demás. El principio de a cada cabeza un voto, no puede ser sólo una forma, su valor no se constituye en sí mismo. Si la participación que garantiza el principio de a cada cabeza un voto tiene un sentido, éste le viene de un contenido: el enriquecimiento de la vida colectiva a partir de las aportaciones individuales y grupales. La expresión gobierno del pueblo debe ser no el resultado de la universalidad del voto, sino de la universalidad del respeto y la posibilidad de realización de las propias expectativas, como diría Mardones.

La democracia debe garantizar un modo de la interacción social que signifique precisamente eso: Que la totalidad de los miembros de la comunidad consiga teñir el paisaje común con las tonalidades de su ser individual y colectivo, por lo que, primariamente, la democracia ha de significar no-exclusión, no-discriminación, no-subordinación, sino convivencia respetuosa de la diferencia.

 

¿Ética universalista o particularista?

Ahora bien, ¿es legítimo aspirar a construir una ética en la que lo particular aparece como valioso sin caer en el relativismo y, por lo tanto, negar la posibilidad de la ética misma? Me parece que está claro que lo que impide a la ética de la modernidad tener alguna vigencia es precisamente su pretensión de valores únicos, absolutos, producto de la razón, que es este alejamiento de la historia real, de la efectiva convivencia humana, lo que ya muy tempranamente, en el pensamiento del romanticismo alemán, desacreditó a la filosofía y a la ética de la Ilustración.

Por supuesto no se trata de oponer una ética particularista a otra universalista, igualmente abstracta. En uno y otro caso, se trata de reducciones perniciosas. Ya Villoro (1998) ha dejado claro que la apelación a la existencia de valores universales y absolutos ha sido pretexto para la dominación de una cultura sobre otras consideradas inferiores y cómo, también, la idea de que toda ética es relativa a una cultura ha sido argumento falaz en la lucha de resistencia contra el dominio colonial. Él apunta la idea de un relativismo coherente que implica el respeto a un pluralismo cultural, sin tener que renunciar a principios y valores de importancia universal.

En este mismo sentido, Ana María Salmerón critica a Kohlberg -a quien ubica como representativo del pensamiento liberal moderno- cuando éste afirma que la educación liberal no intenta prescribir conductas a los individuos como educandos y sólo se propone "estimular formas superiores de razonamiento que permitan a cada cual derivar las normas que, individualmente, considere más valiosas" (1999:1). Estas formas superiores de razonamiento -dice Salmerón- no son otra cosa que los valores absolutos de la modernidad. A la perspectiva de Kohlberg, ella opone las ideas de Carr y Sichel, para quienes, dice Salmerón (1999:4), "la educación moral tiene que construirse a partir de los valores y principios de las comunidades [...]. Estos autores sostienen que son las virtudes morales que se transmiten de generación en generación las que, en última instancia, conforman las personalidades morales adultas."

Salmerón apoya la idea de que los valores de una comunidad no necesariamente deben ser universales, sin renunciar a ser universalizables, e introduce una noción de pluralidad que, dice, debe ser entendida en el sentido de la noción de razonabilidad de la pluralidad que John Rawls asocia al concepto de consenso traslapado. Dice ella (1999:6): "El concepto rawlsiano de consenso traslapado refiere una noción de consenso que no permite el imperio de una sola concepción del bien, sino la coexistencia de una gran diversidad de doctrinas [...] que pueden coexistir gracias a una forma razonable de pluralidad. Esta forma de pluralidad implica el establecimiento de ciertas restricciones que no sólo no pueden ser arbitrarias, sino que deben ser razonables y que, sin duda, son necesarias."

Adela Cortina (1995:11) recupera también el movimiento comunitarista, y señala que éste "recuerda a los liberales que la moral resultó impensable en algún tiempo al margen de las comunidades, en las que los individuos desarrollan sus capacidades para lograr que la comunidad sobreviva y prospere, porque, en definitiva, del bien de la comunidad se sigue el propio."

En la cultura posmoderna, la pérdida del sentido de pertenencia a la comunidad nos ha desarraigado y nos desorienta. En cambio, dice Cortina: "En el mundo de las comunidades hay mapas que ya nos indican el camino: hay virtudes que sabemos hemos de cultivar, hay deberes que es de responsabilidad cumplir. En ellas [...] el nuevo miembro de la comunidad se sabe vinculado, acogido, respaldado por un conjunto de tradiciones y de compañeros" (1995:11). Apuntando a una nueva idea de ciudadanía, porque dice: " [...] necesitamos unas señas de identidad que brotan de distintas formas de pertenencia a la sociedad y, en este sentido, la ciudadanía ofrece dos ventajas específicas: 1) [...] es crucial para el desarrollo de la madurez moral del individuo, porque la participación en la comunidad destruye la inercia, y la consideración del bien común alimenta el altruismo; 2) la ciudadanía subyace a las otras identidades y permite suavizar los conflictos que pueden surgir entre quienes profesan distintas ideologías, porque ayuda a cultivar la virtud política de la conciliación responsable de los intereses en conflicto. Para formar hombres es necesario, pues, formar también ciudadanos" (1995:12).

 

¿Hacia una ética de la diferencia?

No parece, entonces, que haya lugar a dudas respecto a la necesidad de la construcción de una nueva ética que ofrezca una alternativa más democrática a las interacciones sociales y, en general, a la situación que hoy día vive nuestro país y que se caracteriza, como ya vimos, por una presencia lacerante, ominosa, de las prácticas de exclusión y marginación.

No parece caber duda, tampoco, respecto a que esa alternativa deberá apoyarse en una nueva idea de la democracia, ni de que será a través de los procesos educativos como esa nueva ética pueda construirse y promoverse.

Parece claro que la idea de la formación de sujetos que, respetando las diferencias, busquen y promuevan valores y formas de interacción social más democráticas -el ciudadano democrático para la posmodernidad- constituye, efectivamente, una utopía sensata. Una utopía que, partiendo la crítica razonable de lo antidemocrático en nuestra sociedad, levanta la propuesta de un nuevo sentido a lo existente; que, en la idea de un ciudadano democrático, opone los principios de universalidad y simetría al individualismo y al desencanto posmodernos.

Todo esto apunta, entonces, a la necesidad de la construcción colectiva de una ética que se levante sobre la crítica de los conceptos de ciudadanía y democracia de la modernidad, y las prácticas asociadas a ellos; una ética que dé cuenta de los cambios en el sistema de valores de las nuevas comunidades, de los cambios en la estructura social y en las formas y contenidos de las relaciones sociales realmente existentes; y que responda al reto de integrar y armonizar lo individual y lo colectivo, lo local y lo universal, introduciendo un nuevo sentido a las exigencias de igualdad y equidad. Sin duda, este es el punto: permanecer unidos en la diferencia.

 

Referencias

Bilbeny, Norbert. (1997). La revolución en la ética. Barcelona: Anagrama.

Camps, Victoria. (1996). La universalidad ética y sus enemigos, en Salvador Giner y Ricardo Scartezzini (Eds.). Universalidad y diferencia. Madrid: Alianza.

Camps, Victoria. (2000, abril). La identidad ciudadana. (Extracto de conferencia). El País Digital. Consultado el 26 de abril del 2000 en la World Wide Web: http://www.elpais.es/p/d/debates/debates.htm

Cortina, Adela. (1995). La educación del hombre y del ciudadano. Revista Iberoamericana de Educación, No. 7, Enero- abril. Pp. 40-63.

Fullat, Octavi. (1984). Verdades y trampas de la pedagogía. Barcelona: CEAC.

González Casanova, Pablo. (2000, junio). ¿Adónde va México? II. Las tendencias recientes. La Jornada. Consultado el 28 de junio del 2000 en la World Wide Web: http://www.jornada.unam.mx/2000/jun00/000628/gonzalez.html

Inglehart, Ronald. (1994, mayo). La transformación de la relación entre desarrollo económico y cambio cultural y político. Tomado de: Este País. Tendencias y opiniones. Abril, 1991-diciembre, 1994. CD-ROM, 1995 [38].

Lipovetsky, Gilles. (1998). El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona: Anagrama.

Salmerón, Ana María. (1999). El problema de la neutralidad axiológica en educación. Ponencia presentada en el V congreso Nacional de Investigación Educativa. Aguascalientes, Aguascalientes.

Villoro, Luis. (1998). Estado plural, pluralidad de culturas. México: Paidós.

1Conferencia "La tercera mujer" impartida en la cineteca del Consejo para la Cultura del Estado de Nuevo León, México el 21 de abril del 2000

2Comentarios hechos en el marco del curso "La ética discursiva" impartido en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, Nuevo León, México en enero del 2000.

Para citar este artículo, le recomendamos el siguiente formato:

De la Torre, M. (2000). El ciudadano democrático. Utopía sensata de la posmodernidad educativa. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 2 (2). Consultado el día de mes de año en:
http://redie.ens.uabc.mx/vol2no2/contenido-torre.html