Revista Electrónica de Investigación Educativa


Vol. 2, Núm. 1, 2000

Pluralidad razonable y educación moral.
Nuevas perspectivas sobre viejas paradojas

Ana María Salmerón Castro
anasalmeron@hotmail.com

Grupo de Investigación en Educación Moral
Universidad de Barcelona

Congreso 70
Tlalpan, 14000
México, D. F., México

(Recibido: 5 de febrero de 2000; aceptado para su publicación: 8 de marzo de 2000)

 

Resumen

Este artículo encara una vieja paradoja de la educación moral: la aparente imposibilidad lógica entre elegir la transmisión de valores consensuados, e impulsar el ejercicio autónomo de la razón. La autora se sitúa en una postura que entiende al aprendizaje humano como el resultado de la interacción entre procesos individuales de desarrollo y adquisiciones de conocimiento; asume al conocimiento como una categoría sujeta a criterios de verdad, y a éstos como precedidos de acuerdos valorativos. La transmisión de ciertos consensos comunitarios, sostiene, no sólo es inevitable, sino básica para el desarrollo del juego deliberativo autónomo y el ejercicio de la inteligencia crítica. La autora advierte, sin embargo, que la mera transmisión de principios y valores aprobados supone el riesgo de conformar la educación moral sobre una dirección heterónoma de la conducta y que evitar tal riesgo es una tarea ineludible de los educadores. Propone, para ello, acudir a una forma de "pluralidad razonable" que John Rawls asigna a su concepto de "consenso traslapado".

Palabras clave: Educación moral, desarrollo moral, filosofía de la educación, enseñanza de valores.

 

Introducción

Incursionar en el campo de la educación moral supone encarar conflictos teóricos y prácticos que han preocupado a filósofos, pedagogos y psicólogos de todos los tiempos. El problema de los contenidos de la enseñanza es, sin duda, uno de ellos. Pero no es un problema que pueda plantearse aislado, al margen de debates respecto de la intencionalidad de la educación, de las utopías que se persiguen con su práctica o de las creencias y saberes que se vinculan con la manera de entender la adquisición del conocimiento y el desarrollo de las habilidades. En este espacio, sin embargo, no pueden plantearse muchos de estos problemas a profundidad, ni es mi pretensión hacerlo. La intención de este ensayo se reduce a discutir solamente un viejo problema de la educación moral, intentando ofrecer una perspectiva nueva de análisis. Se trata de situar la discusión respecto de la neutralidad axiológica en la educación desde una mirada que considera el lugar que ocupa el conocimiento que se transmite, en el desarrollo de la personalidad moral.

 

El debate en torno a la neutralidad

Tras muchos años de dominio de teorías conservadoras que reivindicaban la necesidad de transmitir contenidos morales específicos a las jóvenes generaciones, la década de los años 70 del siglo XX fue testigo del surgimiento de la teoría cognitivo-evolutiva que, apoyada en las tesis de Piaget sobre el desarrollo psíquico e intelectual, mostraba una cara liberal frente a la educación moral tradicional y rechazaba la transmisión de normas y prácticas morales como una alternativa para fomentar el pensamiento autónomo. La neutralidad axiológica era su bandera contra el adoctrinamiento imperante de los años precedentes.

Hasta hace muy poco tiempo, las teorías cognitivo-evolutivas de la educación moral, encabezadas principalmente por Lawrence Kohlberg, habían cobrado un protagonismo destacado en los discursos y prácticas educativas. Sin embargo, en la última década del siglo XX, surgieron importantes cuestionamientos que pusieron en tela de juicio ese modelo. No han sido pocos estudiosos de la materia quienes han discutido, de diversas maneras y desde distintas perspectivas, los planteamientos sobre desarrollo y educación moral de Piaget y Kohlberg; pero, en este espacio, me ocuparé sólo de un par de ellos cuya propuesta alternativa da pie a un análisis que considero fundamental.

Betty Sichel y David Carr se pronunciaron contra el modelo cognitivo-evolutivo acusándolo de desestimar las esferas disposicionales en la explicación de la estructura psíquica de la moralidad. De acuerdo con ellos, las virtudes, entendidas como excelencias de carácter, son los componentes esenciales de la disposición humana hacia la moralidad, y los requisitos de neutralidad axiológica de las teorías de Piaget y Kohlberg dejan a la deriva las notas esenciales de la tarea educativa en materia de formación moral. El vacío de la enseñanza sobre contenidos morales específicos a que da lugar la perspectiva cognitivo evolutiva es, según estos autores, un corresponsable más de las notas de individualismo rampante que caracteriza a las sociedades de las últimas décadas.

La revisión que estos autores han hecho de las teorías cognitivas los lleva a subrayar la importancia de los sentimientos morales como motores esenciales de las conductas éticas y la trascendencia de los rasgos de carácter como formas internalizadas holísticas de sentimientos y motivaciones para la acción moral. Aunque se encuentran lejos de intentar una explicación asociacionista del aprendizaje moral, Sichel y Carr convocan al hábito y a la práctica temprana y regular de comportamientos morales ampliamente aceptados por la comunidad como un cimiento sólido para la formación de la personalidad moral. El razonamiento moral, consideran, no es sólo un paso posterior a la evolución del pensamiento lógico formal, como sugiere la teoría Kohlberg, sino que requiere, a la par, de un sólido equipamiento en valores y creencias morales que se adquieren a partir de la experiencia compartida, fruto de la pertenencia a una comunidad.

Esto tiene, evidentemente, consecuencias prácticas para la educación, contrarias a las postuladas por la teoría cognitiva. Pues si la experiencia en la práctica de valores, el hábito y la inserción en creencias comunitarias constituyen el sustento primario de la conducta moral, es ese equipamiento moral: "[ ...] el de las cualidades o virtudes ordinariamente aceptadas en el discurso humano familiar, el que debe permanecer en el corazón de la educación moral" (Carr, 1991, p.93).

La preocupación de estos autores por destacar el papel de los valores y creencias comunitarias en la educación tiene una vinculación estrecha con la idea aristotélica respecto de la sociedad como un constitutivo medular de la virtud. Para Aristóteles, la construcción de la virtud individual no es ajena al engranaje cultural de la vida comunitaria. Tanto la virtud individual, como la colectiva, son parte de un producto cultural dado por la sociedad (Aristóteles, 1954). Las tesis de Sichel y Carr, entonces, que sostienen a la moralidad no estrictamente como un asunto interno, sino como un problema de la relación entre lo individual y lo colectivo, tienen su base en la concepción aristotélica del hombre como un ser social que vincula la existencia moral con la pertenencia a un grupo social.

Betty Sichel (1988) sostiene que la pertenencia a un grupo social (es decir, las raíces que se poseen dentro de éste; las marcas que deja su historia en los individuos; la adquisición temprana de sus valores compartidos, de sus ideales consensuados, de sus creencias aceptadas; el entendimiento profundo de sus símbolos, sus metáforas, sus ritos y rituales) interviene poderosamente en los procesos racionales y afectivos que llevan a los agentes a inclinarse por valores, deseos, sentimientos morales, propósitos, intereses e ideales particulares.

 

La concepción epistemológica

A primera vista, parece sencillo echar por tierra una teoría educativa cuya visión de la ética se ajusta con tanta facilidad a la herencia cultural y social. Una de las pocas certezas que podemos tener acerca de la moralidad es que no puede ceñirse tan solo a las nociones que imponen las normas sociales; que los principios, las creencias y los valores morales, las costumbres y las convenciones sociales que transmite la tradición son susceptibles de evaluación y que es tarea del agente moral autónomo, someterlas al juicio de su razón. No cabe duda de que algunas consideraciones de este tipo hagan de las teorías de Sichel y Carr un esquema vulnerable de explicación y prescripción de la educación moral; sobre todo para el inicio del siglo XXI que pretende encarar los retos de la formación moral y cívica de sus futuras generaciones buscando generar agentes autónomos capaces de recrear el mundo de la moralidad para dirigir sus actuaciones hacia horizontes de mayor justicia y libertad.

A pesar de ello, no todo lo que estos autores proponen debería ser descartado en un intento por comprender las bases teóricas de una pedagogía moral viable. Algunos elementos de sus teorías ofrecen luz sobre secretos medio olvidados en el laberinto conceptual de los problemas relacionados con la educación moral. Uno de estos elementos atañe a la concepción epistemológica que subyace a su propuesta. Aunque las teorías de Sichel y Carr no se detienen ampliamente en la explicación de la concepción epistemológica en que se apoyan, no es difícil inferirla de los planteamientos generales que sustentan. A saber, el aprendizaje humano no puede ser visto como el resultado del desarrollo individual, como el fruto atomizado de una secuencia evolutiva universal e invariante, sino que debe ser entendido como una espiral dialéctica en que adquisiciones de conocimiento y desarrollo de pensamiento se suponen mutuamente.

Esta concepción ha sido defendida por epistemólogos y psicólogos de las últimas décadas. D.H. Hamlyn es un ejemplo de ello. De acuerdo con Hamlyn, el conocimiento presupone algún criterio de verdad y los criterios de verdad son siempre el resultado de un acuerdo valorativo. Por tanto, el aprendizaje del individuo es una iniciación al conocimiento de un marco respecto al cual existe un amplio acuerdo, aun cuando exista, también, cierto margen de divergencias respecto a algunas normas.

El niño tiene que pasar desde una etapa en la que no hay distinción entre el yo y el no yo, hasta una etapa en la cual existe una conciencia correlativa de uno mismo y de otros objetos espacio-temporales con determinada identidad [...] no hay dificultad intrínseca en concebir que un niño tenga que aprender a conocer su propia identidad como persona con un cuerpo; como algo distinto de otros cuerpos con otras identidades. No podría hacerlo solo, partiendo de experiencias verdaderamente privadas; el niño se encuentra en el mundo, y es parte de él desde el principio, se le pone en situación de hacer esta distinción por parte de los adultos. Su atención se atrae hacia ellos por las circunstancias de su crianza [...]. De tal modo se le imponen las diferencias entre los objetos de la conciencia. Tiene importancia fundamental el papel correctivo que desempeñan los adultos. Sólo a través de esto, creo yo, puede surgir el concepto de verdad, y en ello el concepto de juicio (Hamlyn, 1977, p. 345).

Una explicación análoga del proceso de adquisición del conocimiento se encuentra en las teorías y prácticas educativas contemporáneas que se apoyan en las tesis psicológicas iniciadas por Liev Vigotsky en la Unión Soviética. Según éstas, la vida intelectual y psíquica es el resultado de la "impregnación social que hace el organismo de cada individuo". Impregnación que se entiende como un "movimiento dialéctico, más que unilateral de adentro a afuera" (Menschinskaia, 1995).

Para Vigotsky (1979), el desarrollo psicológico de un niño no es, como para Piaget, un punto estable, sino un intervalo flexible que se modifica de acuerdo con el avance interior de ciertas estructuras cognitivas en relación con las experiencias y adquisiciones de información y significados obtenidos del medio ambiente. Así, el aprendizaje específico engendra un área de desarrollo potencial, porque estimula y activa procesos internos en el marco de las interrelaciones que, aunque son condiciones externas, se convierten en adquisiciones internas. El desarrollo potencial de un niño abarca, entonces, un área de continuo movimiento que vincula la capacidad de actividad independiente con la capacidad de actividad imitativa o guiada.

Esta noción de un intervalo flexible de desarrollo psicológico, que Vigotsky llama "Zona de Desarrollo Próximo", tiene amplias implicaciones para la educación moral. Pues establece que el desarrollo cognitivo es, en parte, el resultado de la guía del adulto y la imitación que se juega en el terreno de la experiencia cotidiana con las formas de vida de la sociedad y las relaciones interpersonales. En este sentido, Pérez Gómez sostiene:

[...] no son tanto la actividad y la coordinación de las acciones que realiza el individuo las responsables de la formación de las estructuras formales de la mente, cuanto la apropiación del bagaje cultural producto de la evolución histórica de la humanidad que se transmite en la relación educativa. Las conquistas históricas de la humanidad que se comunican de generación en generación no sólo implican contenidos, conocimientos de la realidad espacio-temporal o cultural, también suponen formas, estrategias, modelos de conocimiento, de investigación, de relación, etc. que el individuo capta, comprende, asimila y practica. Por ello Vigotsky resalta el valor de la instrucción, de la transmisión educativa, de la actividad tutorizada (1993, p.50).

A diferencia de la teoría de Piaget, Vigotsky y sus seguidores no conciben la actividad como reducida al intercambio aislado del individuo con algunos objetos de su medio físico. Aunque no descartan esta posibilidad, ponen el acento en la participación en procesos grupales de búsqueda cooperativa, de intercambios de ideas y representaciones en la aprehensión de las notas y significados culturales de la colectividad. En ese sentido, no se concibe la experiencia física del niño como neutra y carente de contenido social.

Toda la experiencia tiene lugar en un mundo humanizado, con caracteres que sustentan una real intencionalidad socio histórica que subyace a las manifestaciones y ordenaciones de los elementos con que el niño interactúa. Dentro de este mundo mediatizado, condicionado por el hombre se inicia el desarrollo psíquico (Pérez Gómez, 1995, p.18).

Esta noción del inicio del desarrollo psíquico, sustentada por la concepción epistemológica referida, hace necesaria la reflexión en torno a esa experiencia a que se sujeta el agente en el proceso de crecimiento moral. Experiencia, que en Aristóteles, como en sus seguidores contemporáneos, se entiende como el hábito, como la práctica de la virtud que delimita y exige la vida comunitaria.

Pero si la experiencia del hábito en conductas morales ofrece una plataforma para el sustento de la deliberación moral, ¿debe ésta necesariamente ser vista como una forma de dirección heterónoma de la conducta? ¿o puede ser entendida sólo como aquella base que permite el juego deliberativo sobre las normas que podrían regularla? Estas preguntas, creo, tendrían que ocupar un lugar relevante en la base de nuevos desarrollos teóricos que pretendan explicar y orientar la educación moral.

 

Replanteamiento de una antigua paradoja

 

La eterna paradoja de la educación moral, aquella que parece hacer incompatibles la transmisión de valores tradicionales y el impulso al ejercicio crítico, vuelve a plantearse. Pero se plantea hoy, me parece, desde una perspectiva renovada; perspectiva que ofrece salidas teóricas y prácticas que no tienen por qué ajustarse ni a la transmisión conservadora y rígida de valores, ni a la debatible neutralidad axiológica. Sin compartir todas las premisas de las teorías de Sichel y Carr, o las del propio Aristóteles, es factible reconocer el valor del hábito y de la transmisión de valoraciones sociales compartidas; sobre todo, si esos hábitos y valoraciones son objeto de una enseñanza que, lejos de sacrificar el desarrollo de habilidades cognoscitivas, fomente el ejercicio del juicio autónomo e impulse el razonamiento crítico como herramientas que permitan cuestionar y recrear principios y valores.

Pero decir esto exige reconocer, en primer lugar, que la noción kohlberguiana de neutralidad ofrecía ventajas insoslayables, en el sentido de enmarcar la educación en un contexto respetuoso hacia las diferencias en costumbres sociales, creencias religiosas, opiniones personales, proyectos de vida, prácticas morales, preferencias sexuales y doctrinas políticas. Y ello obliga a encontrar formas alternativas de enseñanza moral que permitan conservar esas ventajas y, a la par, atender la necesidad establecida por una concepción epistemológica que exige otorgar un lugar en el proceso educativo al acervo cultural y moral que permea la convivencia regular de los grupos sociales.

Sostengo que acudir a la idea de pluralidad jugaría en esta tarea un papel decisivo. Si la prescripción kohlberguiana sobre neutralidad axiológica en la educación moral fuera sustituida por una noción asociada a la pluralidad de valores, los efectos de respeto a las diferencias se mantendrían intactos, y se ganaría, con ello, la ventaja de admitir la transmisión de saberes, creencias y disposiciones de actitud acordes con una gran variedad de proyectos de vida y comprensiones diferentes sobre el bien y la vida buena. La variedad y la diferencia, me parece, serían elementos adicionales en favor de los procesos de desarrollo de la autonomía moral; permitirían, a los educandos, la elección libre, razonada y responsable entre una amplia variedad de concepciones sobre el bien y muy distintos y legítimos proyectos de vida.

Ahora bien, la noción de pluralidad a que acudo tiene que delimitarse con cuidado, pues, el recurso a su apelación podría objetarse desde un punto de vista que señalara la posibilidad de aceptar cualquier tipo de norma o principio sin considerar su calidad moral. Un postulado demasiado amplio de la pluralidad estaría obligado a aprobar, en la arena de la enseñanza, cualquier opinión, cualquier práctica o cualquier principio; tendría que considerar igualmente válidas, por ejemplo, la defensa de los derechos humanos y la de alguna doctrina racista.

La delimitación de la idea de pluralidad ha de responder, entonces, a la noción de "razonabilidad" o "racionalidad" que utiliza John Rawls en la definición de su concepto de "consenso traslapado"; concepto que permite escapar a las notas de relativismo ético que podría dibujar una noción demasiado amplia de pluralidad.

El "consenso traslapado" rawlsiano es un concepto complejo que se refiere a la manera en que el liberalismo político, en tanto que concepción pública de la justicia, mira la diversidad, como el resultado de los frutos de la razón humana dentro del marco de las instituciones libres. Pero por ahora no me interesa describir todos los rasgos de identidad del "consenso traslapado" en ese contexto teórico; quiero, solamente, destacar un elemento fundamental que inspira en Rawls la visión de esta forma de consenso.

[...] buscamos un consenso de doctrinas comprensivas razonables (en oposición al de doctrinas irrazonables o irracionales). [donde] el hecho decisivo no es el del pluralismo, sino el del pluralismo razonable [...que] no es una condición desafortunada en la vida humana, como podríamos considerar al pluralismo en sí, pues éste permite doctrinas que son, no sólo irracionales, sino insensatas y agresivas. Al moldear una concepción política de la justicia de manera que pueda ganarse un consenso traslapado, no la estamos sometiendo a una sinrazón existente, sino adaptándola y sometiéndola al hecho del pluralismo razonable, que es en sí mismo, el resultado del ejercicio de la razón humana libre en condiciones de libertad (Rawls, 1995, p.146).

El "hecho del pluralismo razonable", así entendido, impone restricciones necesarias a la diversidad de concepciones sobre el bien. Se trata de restricciones que prohiben pasar límites que no son arbitrarios, sino "razonables". Son límites que impiden, por ejemplo, transgredir los derechos de los demás, o violar la Carta Magna en un Estado constitucional. A la par, y por el hecho de hablar de pluralismo, no puede prevalecer o imperar una sola concepción del bien, lo que da espacio para una amplia diversidad de doctrinas razonables que son inconmensurables.

Al parecer, esta idea de pluralismo razonable suple bien al planteamiento cognitivo-evolutivo de la neutralidad, pues ofrece una salida congruente con la necesidad de permitir la elección autónoma y el ejercicio libre de la razón a que está comprometida la educación moral bien entendida. A su vez, permite incorporar en el currículum escolar una gran diversidad de contenidos morales que operan como plataformas del desarrollo de la inteligencia crítica y contribuyen al enriquecimiento de los procesos de deliberación autónoma sobre códigos y conductas éticas.

Así, puede darse vuelta a la vieja paradoja de la educación moral y afirmar que no tiene que haber incompatibilidad alguna entre la transmisión de valores y el impulso al desarrollo de la inteligencia crítica. El crecimiento moral no se construye al margen de las costumbres, las identidades, las pertenencias, los ideales, las prácticas y los principios que moldean la vida social; pero tampoco se reduce a ello, su columna vertebral no deja de ser -como sugirió Kant- la autonomía de la razón. Puede salvarse, pues, la incompatibilidad teórica, y práctica, que se suponía había entre la transmisión de doctrinas morales (siempre que sean plurales y razonables) y la estimulación del ejercicio crítico y la voluntad de cambio.

 

Referencias

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Para citar este artículo, le recomendamos el siguiente formato:

Salmeron, A. (2000). Pluralidad razonable y educación moral. Nuevas perspectivas sobre viejas paradojas. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 2 (1). Consultado el día de mes de año en: http://redie.uabc.mx/vol2no1/contenido-salme.html