Revista Electrónica de Investigación Educativa
Vol. 18, Núm. 2, 2016
Estrategias que inciden en los procesos de democratización de la escuela. Una aproximación teórica
Odet Moliner García (*) molgar@edu.uji.es
Joan Andrés Traver Martí (*) jtraver@uji.es
María Paola Ruiz Bernardo (*) ruizma@uji.es
Tomás Segarra Arnau (*) tsegarra@uji.es
* Universitat Jaume I
(Recibido: 10 de marzo de 2015; Aceptado para su publicación: 24 de agosto de 2015)
Cómo citar: Moliner, O., Traver, J. A., Ruiz, M. P. y Segarra, T. (2016). Estrategias que inciden en los procesos de democratización de la escuela. Una aproximación teórica. Revista Electrónica de Investigación Educativa, 18(2), 116-129. Recuperado de http://redie.uabc.mx/redie/article/view/1110
Resumen
En el presente artículo pretendemos construir un marco teórico que fundamente las estrategias para el desarrollo de procesos de democratización en los centros escolares. Como resultado de la revisión teórica, y desde nuestra experiencia práctica en el acompañamiento de centros, proponemos una serie de estrategias eficaces para provocar cambios en este sentido: favorecer una cultura colaborativa y participar de una visión común, luchar contra la exclusión social y educativa y valorar la diversidad humana, definir un conjunto de valores democráticos, facilitar las condiciones para la participación de la comunidad, fomentar la investigación-acción participativa, el empoderamiento y la autodeterminación, desarrollar procesos autoformativos y proyectos educativos compartidos con el territorio. Esta propuesta no es un listado de estrategias sino un punto de partida para generar procesos de transformación en escuelas democráticas e inclusivas mediante la participación de la comunidad educativa, la reflexión crítica y la indagación colaborativa.
Palabras clave: Escuela democrática, participación comunitaria, educación inclusiva.
I. Introducción
La educación se realiza siempre en un contexto sociocultural que la condiciona y posibilita. Un contexto que, al mismo tiempo, está influenciado por la propia acción educativa y sus productos, que bien pueden servir al mantenimiento del sistema social existente, o bien pueden propiciar su transformación y mejora. La escuela, como institución educativa, no está al margen de esta disyuntiva debiendo optar por uno de estos caminos que ya se apuntaban en el Informe al Club de Roma (Botkin, Elmandjra y Malitza, 1979) aprendizaje de mantenimiento o aprendizaje innovador. Desde un posicionamiento crítico en educación, la escuela democrática debe ser capaz de participar creativamente y en colaboración con otros agentes e instituciones sociales y educativas, en la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Dewey (1995) ha contribuido magistralmente a la reflexión sobre la democratización de la vida social. Para este autor la comunidad y la escuela están íntimamente ligadas y los procesos democráticos de la sociedad y la comunidad se reflejan en la escuela y viceversa. Y es que la democracia, como ya expuso en su obra Democracia y Educación, además de una forma de gobierno, es un estilo moral y modo de vida comunitario: “Una democracia es más que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada conjuntamente” (p. 98).
Para ello, se debe avanzar hacia una mayor implicación de los distintos componentes de la comunidad educativa en la gestión del centro y en el desarrollo de las actividades de aprendizaje o en su implicación en la vida comunitaria. Tareas que pasan por entender la escuela como un espacio donde aprender y compartir el arte de educar. Camino que deben recorrer conjuntamente el profesorado, el alumnado, las familias y demás agentes educativos, acercándose a formas más participativas de gestionar la vida en las aulas y centros escolares. Este posicionamiento interpela directamente a cualquiera de los agentes educativos sobre el lugar que la escuela ocupa en el territorio, cuestión nuclear para redefinir el papel que tanto estas instituciones como las demás agencias comunitarias han de tener en la educación. Siguiendo a Apple y Beane (1999), concebimos una escuela democrática como:
Aquel escenario que por su estructura y funcionamiento supone un ejercicio práctico de la democracia porque ya su mismo currículum implica oportunidades continuas de explorar las cuestiones que afectan a sus integrantes, de imaginar respuestas a los problemas y de guiarse por ellas. (p. 120)
Lo anterior implica el concepto experiencial de democracia como proceso que conlleva una actitud frente a la vida y no sólo como un saber académico, como se ha planteado regularmente dentro de la escuela a partir de currículos y planes de estudio rígidos y poco pertinentes (Vergara, Montaño, Becerra, León-Enríquez y Arboleda, 2011). Este concepto de democracia nos acerca al planteamiento de Dewey (1995, como se cita en Larrauri, 2012), de entender la escuela como un lugar privilegiado para vivir la democracia de manera participativa:
La democracia no es una forma de gobierno sino una forma de vida: la democracia tiene que suprimir los efectos de las desigualdades económicas y ofrecer igualdad de oportunidades, tiene que suprimir barreras sociales, tiene que permitir que la experiencia humana adquiera una calidad superior. (p.85)
Si se comprende la importancia de la democratización se deben replantear los tiempos y los espacios para que los distintos actores puedan deliberar y construir juntos la escuela que desean. Y ello requiere una participación auténtica (Cornejo, González y Caldichoury, 2007), que es la que garantiza que los protagonistas puedan buscar formas de organización y funcionamiento más acordes con su entorno y sus necesidades.
El objetivo de este artículo es presentar un marco teórico que ayude a comprender cómo se han desarrollado los procesos de democratización en contextos escolares, y presentar algunas estrategias, que según los aportes teóricos e investigaciones previas (Lozano, Sales, Traver y Moliner, 2014; Moliner y Traver, 2013; Sales, Moliner y Traver, 2010) contribuyen al desarrollo de un proceso de cambio.
II. El proceso de democratización de la escuela
La educación democrática tiene en sí misma un doble sentido: por un lado educar para la democracia y, por otro, el ejercicio activo de la democracia. Por tanto la educación democrática es, a la vez, un fin y un medio (Bolívar, 2002). El hecho de que sea un medio la convierte en contenido propio de nuestras propuestas educativas y planteamientos metodológicos. Para Apple y Beane (1999) la democratización de la escuela sólo se puede conseguir mediante el seguimiento de dos líneas de trabajo “crear estructuras y procesos democráticos mediante los cuales se configure la vida en la escuela, y crear un currículum que aporte experiencias democráticas a los jóvenes” (p. 24). Este trabajo se centra en la creación de estructuras y procesos de democratización de la escuela.
La escuela, como cualquier organización social, tiene dos componentes básicos que la definen y que vienen determinados por su parte formal (estructura organizativa) e informal (la vida de las aulas y del centro). En este sentido, para Longo (2008) es el conjunto de elementos formales (estructura, procesos) e informales (ideología, cultura) los que caracterizan a una organización como ecosistema y a las relaciones que ésta mantiene con su entorno. Si nos aproximamos al análisis de la realidad social desde la teoría sociológica contemporánea y, en particular, desde los planteamientos de la Teoría de la Acción Comunicativa (Habermas, 2003a, 2003b) podemos conceptualizar la sociedad como “sistema” y como “mundo de la vida”. En primer lugar, como “sistema” la sociedad integra la parte formal o estructural, es decir, las instituciones, su forma de organizarse y los procedimientos de participación en las mismas. En segundo lugar, como “mundo de la vida” recoge todo el flujo de relaciones vitales y comunicativas entre sus miembros.
La estructura de una escuela tiene que ver con la forma en que se organiza para llevar a cabo las actuaciones necesarias para conseguir los propósitos que previamente se ha marcado. Una forma de representarlas gráficamente es mediante los organigramas. Para visibilizar la parte formal de un sistema social como la escuela, establecemos dos niveles complementarios de análisis. En primer lugar, debemos clarificar su organización interna o parte estructural: los estamentos y partes que conforman el centro escolar, los diferentes niveles de representación, coordinación y toma de decisiones, la asignación de responsabilidades, funciones y tareas a desempeñar por cada uno de sus miembros y unidades de organización, etc. En segundo lugar, debemos identificar los procedimientos y estrategias seguidos para dinamizar el sistema y cada una de sus partes. Por tanto, es necesario explicitar las vías y formas de relación que establece tanto a nivel interno (ciclos, claustro, consejo escolar, etc.) como con el medio que la rodea (administración educativa y local, asociaciones de vecinos, instituciones sanitarias, etc.). Este segundo nivel de análisis que hace referencia a las relaciones que se dan entre las diferentes partes y componentes estructurales es el que tiene que ver con los procesos de democratización de la escuela.
Entre estos dos componentes, sistema y mundo de la vida, es aconsejable que se establezca una relación equilibrada, de forma que ninguna de las dos partes anule la otra. Sin embargo, los peligros que amenazan una buena sinergia son de sobra conocidos. Sabemos que en nuestra sociedad y en nuestras escuelas la parte formal suele tener tendencias colonizadoras que acaban invadiendo el espacio por donde transita la vida y las experiencias educativas de las personas. Este fenómeno se define como un proceso de burocratización creciente que acaba menguando las posibilidades de transformación y mejora de las personas y los sistemas sociales. Desde este punto de vista, la estructura genera actividades para seguir alimentando y acrecentando su parte formal en una dinámica que no parece tener fin. Pero, de manera inversa, los peligros que acechan al mundo de la vida cuando faltan estructuras para apoyarse o anclarse son también enormes, afectando de manera negativa sus posibilidades de mejora. Este segundo proceso, de relajamiento o debilitación de las estructuras formales de los centros educativos, nos aboca a un camino de pérdida de memoria de las prácticas, normas y procedimientos de participación social que impiden su revisión crítica y su mejora. Para salir de estos dos planteamientos, poco posibilitadores de las dinámicas de cambio y mejora social, como afirman Elboj, Puigdellívol, Soler y Valls (2002), hay que “crear mecanismos que facilitan los intercambios entre el mundo de la vida y el sistema, con el objetivo de crear instituciones educativas democráticas que fomentan la transformación social” (p. 35). Los procesos de democratización de la vida escolar transitan por esta última vía, la de generar equilibrios funcionales entre estas dos partes. Los procesos de democratización de la escuela dependen, por tanto, de las estructuras organizativas de la propia institución, así como de la agencia humana que en ella habita, de su mundo de la vida, de la oferta cultural, en la que el currículum educativo constituye una parte esencial.
III. Estrategias para la construcción de estructuras y procesos de democratización escolar
Los procesos de democratización se caracterizan por tener un punto de inicio pero no un punto final, es decir, se constituyen como dinámicas abiertas y en constante reconstrucción, siempre inacabadas (Guarro, 2005). Son, además, procesos permeables que permiten establecer un diálogo entre la sociedad y la escuela, y viceversa, creando los vínculos entre escuela y entorno que posibiliten la penetración en ambos sentidos (Santos, 2000). Por ello en este apartado se abordan las estrategias que ayudan a generar, construir y dinamizar democráticamente dichas estructuras y procesos.
La estrategia se puede definir como el procedimiento que, orientado por una finalidad, busca conseguirla satisfactoriamente. Su pretensión es la eficacia. Ahora bien, Habermas (2003a, 2003b) plantea que las acciones estratégicas tienen en cuenta a los otros para conseguir el éxito. En el terreno educativo, las estrategias que buscan una mayor participación democrática de los miembros de la comunidad educativa pautan o guían su participación con la finalidad de que todo el mundo tenga las mismas oportunidades para aportar sus conocimientos y saberes en la construcción del conocimiento colectivo mediante el debate racional de ideas. Así, por ejemplo, según las personas o colectivo a los que afecte o el nivel organizativo en que se dé, podemos encontrar diferentes estrategias orientadas a la finalidad de construir escuelas democráticas.
El trabajo paradigmático de Apple y Beane (1999) presenta un análisis de los centros educativos democráticos de Estado Unidos y, en la misma línea, Feito y López (2008) dan continuidad a la obra de estos autores presentando de forma rigurosa las experiencias de centros educativos democráticos del contexto español. Todas ellas tienen características comunes, como son: la creación de condiciones necesarias para que todo el alumnado avance hacia el éxito educativo, la democratización de las aulas para la inclusión de las voces de los niños y adolescentes, y la participación de la comunidad educativa en el control y gestión de los centros. De la revisión de la literatura podemos extraer algunas de las principales estrategias que posibilitan la construcción de escuelas democráticas.
3.1 Favorecer una cultura colaborativa
Los fundamentos de la escuela democrática, como acertadamente señala Guarro (2005), no consisten sólo en cumplir los rituales electivos de la democracia representada, sino que implica asumir el compromiso de reconstruir democráticamente su cultura. Para Bolívar (2002), la cultura de la escuela democrática se refleja en la manera en que valores como la solidaridad, la justicia, la tolerancia, la interculturalidad o el desarrollo sostenible, forman parte del currículo escolar y de la gestión de la vida del centro. Valores que para ser puestos en práctica precisan de la participación colaborativa de los distintos miembros de la comunidad educativa y de entender el proyecto educativo del centro como propio. Desde este punto de vista, favorecer una cultura colaborativa y participar de una visión compartida del proyecto de la escuela, se convierten en dos estrategias básicas en la construcción de escuelas democráticas.
La cultura colaborativa aumenta la autonomía de la comunidad educativa para gestionar el cambio hacia la idea de escuela eficaz para todos. Los implicados mejoran sus habilidades para tomar decisiones pedagógicas complejas, por lo que se convierten en protagonistas de los procesos escolares de toma de decisión (Gale y Densmore, 2007). El paso de una cultura individualista a una cultura colaborativa tiene tres elementos clave que emergen del análisis de las experiencias de escuelas en transformación (Traver, Sales y Moliner, 2010):
a) Asumir el proyecto como propio de toda la comunidad educativa. Vivirlo de forma parcelada o identificarlo más con un colectivo que con otros es una gran dificultad para el diálogo igualitario y la búsqueda de entendimiento y consenso desde la fuerza de los argumentos y no del poder. b) Pluralidad de voces: respeto, tolerancia y empatía. El profesorado ha de aprender a tomar decisiones escuchando todas las voces. También las minorías son importantes, todos los colectivos y personas lo son si se integran sus propuestas en un objetivo compartido. c) Transparencia informativa y avance desde el disenso: la implicación de toda la comunidad educativa requiere estar informados, comprender la realidad en su complejidad para poder tomar decisiones que no siempre son fáciles de consensuar. La confianza y la corresponsabilidad son fundamentales (p. 101)
Por ello, en la construcción de la ciudadanía crítica a través del desarrollo de una cultura colaborativa se enfatiza la importancia de aprender estrategias y tener recursos para facilitar la autoevaluación cooperativa y la toma de decisiones democráticas, dos elementos clave para la reflexión crítica y el cuestionamiento colectivo de las prácticas de exclusión y racismo (Benjamin, 2002). A partir de nuestra experiencia (Moliner y Traver, 2013) consideramos que para que el cambio escolar se produzca realmente, la formación y la comunicación deben incluir desde el principio a las familias y entidades locales de la comunidad educativa. Es necesario hacerlos partícipes del proyecto y escuchar sus aportaciones y sus críticas.
3.2 Luchar contra la exclusión y valorar la diversidad como fuente de mejora
La escuela intercultural inclusiva es, desde nuestra perspectiva, un enfoque que se hermana con la democracia escolar, pues ambos tienen entre sus principios la articulación de la igualdad en la diversidad que, como gran eje educativo de la Sociedad de la Información, implica ofrecer las condiciones para la igualdad de oportunidades educativas y para participar activamente en la sociedad y en la transformación de la cultura. Máxime dentro de una sociedad democrática en la que se pretenda formar a las nuevas generaciones en la toma crítica de decisiones para el desarrollo de las estructuras y prácticas sociales y culturales (Kincheloe y Steinberg, 1999; Benhabib, 2000; Giroux, 2001). Esto supone, a su vez, valorar la diversidad como elemento dinamizador y enriquecedor en la interacción entre personas y grupos humanos. Un factor que es estructural, no coyuntural, y que significa, por tanto, tomar conciencia de las estructuras y las prácticas educativas individuales y colectivas que propician y resultan de actitudes estereotipadas y prejuicios (étnicos, culturales, sexuales o sociales). Implica, a la vez, desarrollar habilidades cognitivas, afectivas, conductuales, personales y sociales para eliminarlas. Todo ello dentro de un proceso más amplio de transformación social y cultural (Ayuste, Flecha, López y Lleras, 1999).
La lucha contra la desigualdad y la exclusión, el respeto a la diversidad y la participación crítica para la transformación socioeducativa son preceptos de la educación intercultural inclusiva (Sales, 2007; Moliner, Sales y Traver, 2011). En un contexto democrático de valoración de la diversidad y de búsqueda del enriquecimiento cultural y de justicia social, los caminos entrelazados de la inclusión y la interculturalidad parten de una dinámica en la que la interacción y el diálogo son fundamentales para la construcción del conocimiento y la propia identidad.
3.3 Redefinir un conjunto de valores democráticos
Apoyados en la experiencia de proyectos como el Atlántida1 (1999-2007), queremos destacar la necesidad de defender que los valores democráticos no son contenidos específicos y autónomos que se pueden enseñar al margen de los demás contenidos del currículum. Este proyecto se constituye como plataforma de trabajo para mejorar la educación pública, una iniciativa abierta a la participación de todos los agentes educativos con el objetivo de promover las ideas y los valores propios de una educación democrática. Sus metas se dirigen a lograr buenas prácticas escolares para todos, mejorando las condiciones actuales de escolarización e intentando que la sociedad asuma su responsabilidad moral mediante un compromiso social por una educación pública de calidad.
El Proyecto Atlántida propone dos vías para la educación democrática: a) enseñar, con la metodología y contenidos propios de cada nivel, los valores propios de una vida cívica y democrática para educar a los ciudadanos en y para una sociedad democrática, y b) la escuela debe estar organizada democráticamente de modo que permita la participación, toma de decisiones, compromiso y puesta en acción de los valores democráticos. Desde la primera opción se propone la enseñanza de valores democráticos, y de ahí surge el debate sobre ¿en qué valores educar? El proyecto curricular precisa delinear unas claves, o mapa de valores, que pueda servir para planificar el currículum debidamente reconstruido en función de principios democráticos y solidarios. En primer lugar están los valores indispensables para una vida digna (paz, libertad, igualdad, justicia y solidaridad) y los principios de una vida en común (responsabilidad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo, etc.), de los que se derivan normas, hábitos y actitudes (Pérez, 1996). En segundo lugar, además de estos valores generales, se han unido todos aquellos que nos preocupan en el presente y futuro inmediato (medio, salud y convivencia), en especial el derecho a vivir juntos en un planeta sano, y las nuevas desigualdades surgidas en los últimos tiempos, que han destacado los problemas del racismo, género y convivencia entre culturas.
Por tanto, abogamos por una enseñanza de valores mínimos, pues sin ellos las palabras "justicia" o "igualdad" carecen de sentido” (Camps, 1997). En segundo término, la escuela es un espacio para vivir la democracia (Martínez, 2002) y debe ofrecer oportunidades para poner en práctica esos valores y tomar decisiones acordes a ellos. La propuesta es, pues, reconstruir la selección cultural y presentar los contenidos a partir de las actitudes y valores. Un verdadero compromiso con la educación en valores democráticos exige que todo el espacio educativo ofrezca un conjunto coherente de experiencias de aprendizaje que incida en la construcción de esos valores.
3.4 Facilitar la participación y toma de decisiones de la comunidad
En la literatura se señala la implicación y participación familiar y comunitaria como uno de los factores que, adecuadamente potenciados y optimizados, contribuyen de forma significativa al éxito escolar y a propiciar una mejora en la igualdad de oportunidades en la escuela (Apple y Beane, 1999; Bolívar, 2000; Jiménez y Pozuelos, 2001; Elboj et al., 2002; Alcalde et al., 2006).
Sin embargo, la participación de la comunidad educativa va más allá del puro formalismo de la constitución y reuniones prescriptivas del consejo escolar y comisiones derivadas. Se requieren fórmulas de mayor implicación y participación democrática de las familias, alumnado, profesorado y otros agentes comunitarios. Una escuela democrática debe permitir vivir la democracia activamente (Apple y Beane, 1999). Toda la comunidad analiza la realidad social y aprende habilidades de acción y modos alternativos de compromiso en la transformación de la sociedad, donde se da una participación plena en la toma de decisiones y en la construcción del conocimiento colectivo. Para Muñoz (2011), un proceso participativo necesita del diálogo y de generar espacios de reflexión crítica, que permita deconstruir significados que están arraigados en la cultura de las organizaciones y en los propios sujetos.
Si de verdad se quiere potenciar una escuela para todos, quienes componen la comunidad en cada entorno educativo han de asumir la respuesta a las diferencias como un compromiso con el pensamiento crítico. En este sentido, la acción colaborativa facilitará la cooperación y la corresponsabilidad en la toma de decisiones, lo que sin duda exige una participación auténtica, una intervención activa que trascienda el simple establecimiento de vías para la información y la consulta.
La participación de la comunidad, es decir, de los agentes educativos que se encuentran en el contexto de la escuela, tiene mucho que aportar en la formación de los ciudadanos; sin embargo, uno de los factores que limitan la participación de la comunidad en los centros es la falta de tiempo (Garreta, 2008). Otro factor es la dificultad para romper con los estereotipos y los roles que tradicionalmente desempeña cada uno de los actores sociales, pues como destaca Mérida (2002): “En determinados contextos socioculturalmente deprivados las familias experimentan un sentimiento de inferioridad”, (p. 450). También Valdés, Martín y Sánchez (2009) apuntan que, en ocasiones, existe una visión de la escuela como un mundo separado, en el que se realizan aprendizajes diferentes a los que tienen lugar fuera de ella. En el primer caso, la alternativa sería generar las condiciones estructurales necesarias para encontrar espacios y tiempos de participación. En el segundo caso, Aznar (1998) propone fomentar la participación a través de una serie de iniciativas: generar redes de apoyo mutuo e interrelación para las familias, proponer cursos formativos para padres y madres con el apoyo de profesionales, crear recursos para apoyar al alumnado procedente de familias en riesgo y, sobre todo, incentivar la participación de la familia en los órganos de la escuela. Todas estas iniciativas dependen de que la organización escolar las tenga en cuenta en su planificación concretando mediante procesos de participación democrática de los sectores involucrados, los espacios y los tiempos en que estas iniciativas van a desarrollarse.
En cuanto a la participación del alumnado, Gribble (2006) afirma que éste tiene un rol asesor, no participativo, puesto que las cuestiones importantes, que hacen referencia a la normativa o al currículum las deciden siempre las personas adultas y, habitualmente, las sugerencias del alumnado son descartadas por entenderse como absurdas. Frente a esta realidad, trabajos como los de Fielding (2011), Susinos (2012) y Susinos y Ceballos (2012), señalan el gran potencial que la voz del alumnado tiene para el cambio y la mejora educativa, subrayando la necesidad de que sea incorporada a los procesos de transformación que persiguen la inclusión y la democratización de los centros educativos.
3.5 Investigación-acción participativa como estrategia para la mejora, el empoderamiento y la autodeterminación
En los últimos años llegamos a la conclusión de que la transformación de un centro se determina en gran medida por el grado de implicación y responsabilidad de los miembros de la comunidad educativa: familias, docentes, alumnado y demás agentes sociales, esto es, por la participación comunitaria. Sin embargo, la participación per se es condición necesaria pero no suficiente. Partimos de la tesis de que es en realidad la participación democrática de la comunidad educativa la que propicia el cambio y esta no puede ejercerse sin la formación de una ciudadanía crítica (Traver, Sales y Moliner, 2010). Sabemos que para alcanzar un proceso democrático todas las personas deben participar, no se debe excluir a nadie, todas deben tener voz y voto en la creación y recreación de la cultura y, por tanto, en el currículum que la explicita. No habrá interculturalidad ni inclusión hasta que los grupos y personas marginadas de esta participación puedan tomar parte en la toma de decisiones, y en la transformación social y educativa que conllevan enfoques ideológicos como el intercultural e inclusivo (Oliver, 1998). Adecuar el marco para que este proceso se vea facilitado forma parte del esfuerzo de los centros educativos por preparar las condiciones para la participación, favorecer prácticas colaborativas de trabajo y relaciones menos jerarquizadas.
De acuerdo con O’Hanlon (2003) la investigación-acción “es un proceso que en sí mismo modela procedimientos democráticos que son totalmente inclusivos y da voz a todos los participantes, especialmente a los marginados” (p. 25). Como modelo de desarrollo profesional puede ofrecer recursos para deconstruir la identidad profesional exclusora y propiciar el empoderamiento propio y el de la comunidad educativa. Tiene como unidad de aprendizaje la escuela como comunidad y no al profesorado como agente exclusivo (Elliott, 1990) y fomenta la cultura colaborativa en la formación de comunidades de aprendizaje inclusivas como un proceso proyectado.
Si participar en la escuela significa comprometerse, opinar, colaborar, criticar, decidir y exigir como protagonista y no sólo como espectador (Santos, 2000), o si como afirma Touraine (1994) la responsabilidad de la ciudadanía es la base de la democracia, hemos de asumir que la participación en los centros escolares será plena cuando los miembros de las comunidades educativas adopten un protagonismo basado en el convencimiento sobre las potencialidades de sus propias aportaciones. Se trata, de este modo, de dejar atrás una actitud pasiva para adoptar un papel activo que nos lleve al empoderamiento como comunidad, como escuela.
Para ello es óptimo iniciar procesos de Investigación Acción Participativa (IAP), que implican entender la escuela como un espacio privilegiado para el aprendizaje de las personas involucradas en su proyecto formativo y permite, al mismo tiempo, abrir las puertas a una mayor concientización. Desde este punto de vista, las espirales de investigación-acción permiten a la comunidad tomar conciencia crítica de su propia realidad socioeducativa e iniciar procesos de mejora y transformación gestionados por el propio centro y su comunidad. La IAP ofrece una estrategia adecuada para facilitar la autodeterminación de un centro escolar mediante procesos de participación democrática de toda la comunidad. Procesos que deben ser objeto fundamental de aprendizaje.
3.6 Desarrollar procesos autoformativos sobre participación democrática
Nos referiremos en este apartado a la necesaria formación para la participación democrática en la escuela de todos los colectivos implicados. Vergara et al. (2011) concluyen que ésta no puede ser fruto de una imposición, de un proyecto obligatorio o de una ley. La participación democrática es una actitud ante la vida que se establece mediante acuerdos tácitos o expresos entre las partes implicadas. No se instala por decreto, aludiendo a una cierta necesidad de penetración del ámbito educativo informal dentro de las instituciones escolares, como no puede imponerse el respeto por el otro, el reconocimiento a la diferencia, y la fe en la potencialidad del ser humano independientemente de la edad.
Según Vergara et al. (2011) son palpables las resistencias de los docentes enfrentados al reto de propiciar prácticas pedagógicas para la formación democrática. Se sienten inhibidos, temerosos y hasta agredidos al comprender que deben cambiar su rol y asumir su autoridad en condiciones de horizontalidad, y no están dispuestos a declinar en esas condiciones imprescindibles para llevar a cabo tal formación.
Estos autores proponen que, para formar en pensamiento y participación para la democracia, sería conveniente cambiar el orden del impacto esperado en tal formación. Primero corresponde acercar a las personas adultas, a los maestros y maestras, a las madres y padres de familia, a estas prácticas, de manera que la transformación sea simultánea para los actores.
3.7 Desarrollar proyectos compartidos entre el centro educativo y su territorio
Si nos fijamos en las estrategias de participación y coordinación con la comunidad educativa cercana, encontramos, entre otras, iniciativas orientadas a favorecer un proyecto educativo común entre el centro escolar y el entorno cercano de influencia (ciudades educadoras), de tal modo que se haga realidad la aspiración de que toda una ciudad, pueblo o barrio se compromete con la educación. Se proponen aquí iniciativas para recomponer y volver a crear procesos de participación integrados en órganos estructurados como el Consejo Escolar del centro y el Consejo Escolar Municipal, motivados o incentivados con comisiones con tareas vivas y prácticas como las Comisiones de Ciudadanía y Convivencia, en donde se encuentran los diferentes sectores educativos. Aportaciones como las de Barley y Beesley (2007), Arvind (2009) o Masumoto y Brown-Welty (2009) nos indican cómo en las escuelas rurales la gente puede ser movilizada de un modo coordinado para influir positivamente en las prácticas educativas (Bustos, 2011).
En función de cómo defina cada centro lo que entiende por comunidad educativa, el grado de apertura y de relaciones con el propio territorio, y las vías, los tipos de participación y los elementos sobre los que participar, las relaciones entre las familias, la comunidad educativa y el centro, variarán de forma significativa. Para Jiménez y Pozuelos (2001), cuando hablamos de comunidad educativa hay que tener en cuenta una definición amplia del concepto:
El concepto comunidad [...] se enriquece en relacionarlo con el de territorio (distrito). El barrio, la localidad, el territorio, no es sólo el espacio por el que se transita y se desarrollan nuestras acciones cotidianas, es también un entorno educativo y de convivencia que vale la pena tener en cuenta (p. 13).
Cuando un centro educativo trabaja desde una orientación inclusiva, intercultural y democrática pretende transformar el contexto educativo en otro más amplio donde quepan todas las diferencias, mediante la ampliación cultural de sus propuestas educativas. Las claves para esta transformación son la participación democrática, el diálogo igualitario –basado en presunciones de validez y no de poder– y el consenso argumentativo.
IV. Conclusiones
La identificación y caracterización de este grupo de estrategias para la construcción de estructuras y procesos de democratización de la escuela es un punto de partida necesario en la implementación de propuestas que propicien el cambio hacia escuelas participativas, plurales, inclusivas y democráticas. Además, nos permite reflexionar sobre los elementos que posibilitan o limitan estos procesos de transformación escolar, buscando, mediante la indagación participativa y dialógica (Wells, 2001), respuestas constructivas a estas cuestiones. El reto educativo consiste en legitimar a toda la comunidad en la búsqueda de nuevos modelos culturales, organizativos, curriculares y sociales, partiendo del conflicto y del diálogo como motores imprescindibles. Para ello, como recoge una de estas estrategias, es necesario facilitar las condiciones para la participación y la toma de decisiones de la comunidad.
Este proceso, siguiendo el concepto de “participación periférica legítima” (Lave y Wenger, 1991), posibilita que el colectivo menos cercano al día a día de la institución educativa, la familia y otros agentes comunitarios, se acerquen progresivamente y se integre en ella. La escuela democrática, en este sentido, se acerca a la idea de la constelación de comunidades de práctica (Wenger, 2001), ya que todas las personas que confluyen en ella desde diversos colectivos tienen un objetivo común. Por otro lado, tanto la participación periférica legítima como las comunidades de práctica entienden que el aprendizaje es una construcción social y, de este modo, se alejan de las posturas cognitivistas. Además, nos permiten integrar de modo armonioso la parte formal (estructura organizativa) e informal (la vida de las aulas y del centro) a la que nos hemos referido al principio del artículo. De esta manera, resulta mucho más facil alcanzar el reto de construir solidariamente proyectos educativos que participen de una visión común de la comunidad, articulados desde una ética mínima de valores radicalmente democráticos (Cortina, 1989, 1993).
Ahora bien, si para construir una escuela democrática resulta crucial armonizar sistema y mundo de la vida, para avanzar desde ella hacia una dimensión comunitaria resulta imprescindible armonizar escuela y territorio. Los muros de la institución escolar tienen que volverse porosos, permeables a la realidad, los conflictos e intereses del medio en el que está inserta, en su pueblo, su ciudad o su barrio. Sus propuestas tienen que tener lógica repercusión y complicidades en la comunidad, y las propuestas de la comunidad tienen que empezar a contar con la escuela como un aliado necesario e importante. Esta idea nos permite avanzar desde el modelo de la escuela inclusiva hacia la propuesta de “escuela incluída” (Lozano et al., 2014).
Partir de las preguntas sobre cómo democratizar la escuela ayuda a buscar cauces comunicativos por los que aprender a navegar en un mundo y una sociedad que no para de cambiar. En definitiva, se trata de un proceso de indagación colaborativa que permite modificar la realidad social a través de acciones socioeducativas globalizadas que enfatizan el protagonismo de los agentes sociales del entorno con la dinamización y compromiso de la comunidad. Su objetivo es mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje como proceso dialógico, democrático, ético y global (Moliner, Sales y Traver, 2007).
Por otra parte, tomar en consideración la importancia de la escuela como un lugar idóneo para la formación de todas las personas y colectivos de la comunidad, es empezar a pensar en ella como institución democrática y como escuela de democracia. Posiblemente, en la articulación de estas dos realidades está una de las claves que convierten a la institución escolar en motor de la transformación social.
Finalmente, la IAP ofrece a la comunidad educativa una estrategia de participación democrática para iniciar y desarrollar los procesos de mejora, y autodeterminación de la escuela, al tiempo que puede ofrecer recursos para propiciar el empoderamiento de la comunidad educativa. En este sentido, Barham y Fals Borda (1992) señalan que “ha de servir de base para la acción popular, para el cambio social y para un progreso genuino en el secular empeño de hacer efectivas la igualdad y la democracia” (p. 219).
Con esta propuesta no pretendemos plantear un listado cerrado de estrategias de democratización, pues –tal y como se observa en las experiencias de escuelas democráticas mencionadas en la investigación– éstas se construyen en la praxis educativa. En la medida que los centros escolares indaguen sobre este tipo de transformaciones, se podrán reelaborar, recrear o aparecerán nuevas propuestas que ayuden a propiciar el cambio necesario para avanzar hacia el ideal democrático manifestado por Dewey (1995) sobre la escuela. Retomando las palabras de este autor “la escuela tiene que ser una comunidad de vida con todo lo que esto implica”. Por eso mismo, la educación democrática no se limita a determinados contenidos, sino que precisa vivirse en todos los ámbitos de la vida escolar y también fuera de ella.
Referencias
Alcalde, A. I. et al. (2006). Transformando la escuela: comunidades de aprendizaje. Barcelona: Graó.
Apple, M. W. y Beane, J. A. (Comps.) (1999). Escuelas democráticas. Madrid: Morata
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1 Información sobre el proyecto Atlántida disponible en http://www.proyectoatlantida.eu/wordpress/